Una de las circunstancias que provocan mayor desasosiego y pérdida de tiempo y energía a los dentistas son las relaciones terapéuticas «tóxicas». Son esos pacientes que ya nos producen preocupación, o incluso angustia, en cuanto vemos su nombre en la agenda.
Y esa «toxicidad» puede provenir de varias circunstancias:
— Pacientes altamente exigentes (habitualmente solo con los demás) y que protestan por todo.
— Pacientes que están continuamente amenazando con una reclamación legal (habitualmente con antecedentes de haberlo hecho previamente).
— Aquellos con los que tuvimos una buena relación inicial, pero que se ha degradado de una forma difícil de entender.
— Pacientes que ponen continuamente en duda la profesionalidad del dentista.
Y todas las formas mixtas. Hay muchos subtipos (todos conocemos alguno más), y muy frecuentemente se mezclan.
A tal extremo puede llegar el problema con ellos que se encuentra descrito en la literatura científica como «Síndrome de Groves», en 1978 por J. E. Groves y que englobaría lo que él denominaba el «hateful patient» o «paciente odioso». Éste se caracteriza por provocar en el dentista sentimientos de contratransferencia tales como el odio, la aversión, el aborrecimiento, o, incluso, el recelo, el temor y el miedo. Todo ello sin que el paciente pueda ser encuadrado en un cuadro psiquiátrico específico. Pero también debemos tener presente que a estas «características» de los pacientes se suman las «peculiaridades» de los propios dentistas. Y la mezcla no siempre favorece que la relación dentista-paciente fluya adecuadamente.
Pero volviendo a los objetivos de este artículo, lo primero que haremos será dar indicaciones para evitar establecer alguna relación terapéutica con estos pacientes potencialmente problemáticos. Insistiendo en que esta faceta «problemática» puede ser también responsabilidad de la interacción con las particularidades del dentista.
Dos tipos de situaciones
En primer lugar, habría que diferenciar dos situaciones que plantean actuaciones también diferentes: el paciente nuevo y el paciente ya en tratamiento.
Delito de discriminación
Si en un paciente nuevo, que nos solicita consejo de tratamiento, detectamos rasgos que nos parezcan problemáticos (por el nivel de exigencia, antecedentes, o cualquier otra circunstancia), lo mejor es no comenzar a tratar a ese paciente. Esto no siempre es sencillo. A veces, por estar trabajando en clínicas que no son de nuestra propiedad, o por necesidad de ingresos, o por falta de experiencia clínica para detectar a este tipo de pacientes (la mayoría insatisfechos crónicos), no podemos rechazar a estos pacientes.
Pero además, y en cualquier caso, este «rechazo» habría que hacerlo de forma «elegante». No olvidemos que existe el delito de «discriminación», es decir, tratar a alguien de forma diferente en función de su sexo, raza, religión, ideas políticas… y motivos de salud. Y este «rechazo» a comenzar un tratamiento solicitado tiene que tener una base real. No podemos olvidar nunca que somos una «profesión sanitaria», con vocación de servicio público y unos valores éticos y deontológicos plasmados en un código que nos obliga a todos. Es razonable rechazar el inicio de un tratamiento si prevemos una relación difícil, que frecuentemente se traducirá en un resultado insatisfactorio para todos. Rechazar el tratamiento de un paciente es algo muy serio, y hacerlo de forma «caprichosa» sería ética y legalmente muy cuestionable.
La segunda situación planteada es más problemática: cómo interrumpir un tratamiento que ya está iniciado. Aquí también hay que tener mucho cuidado, porque se nos puede hacer responsables del «abandono» del paciente y sus consecuencias.
Tampoco debemos perder de vista algo que a veces es difícil de entender: las motivaciones económicas pueden no justificar la interrupción de un tratamiento. Si yo trabajo en la sanidad privada y un paciente rompe el contrato establecido conmigo ya que no me paga a cambio mis servicios odontológicos, ¿por qué no puede interrumpir el tratamiento al igual que haría cualquier profesional liberal? Pues no podemos hacerlo, o al menos hacerlo de forma sencilla, porque somos una profesión sanitaria. No obstante, esto no significa que no podamos romper la relación terapéutica ya iniciada, significa que lo tenemos que hacer con cuidado.
¿Cómo proceder en una relación terapéutica tóxica?
Lo habitual, como todos sabemos, es que se combinen los problemas de pago del tratamiento con las faltas de asistencia, falta de seguimiento de las instrucciones clínicas, etc. Y ahí está la clave: podemos interrumpir un tratamiento si los riesgos para la salud del paciente no compensan en relación a los beneficios potenciales del tratamiento.
Pongamos un ejemplo frecuente (sobre todo, para los ortodoncistas): paciente con aparatología fija que acude irregularmente a las revisiones programadas, y cuando lo hace (habitualmente otro día), llega con los brackets despegados, placa bacteriana abundante, etc. Y además nos paga con la misma irregularidad con la que acudió a la revisiones. Es un clásico del género. Decir que no le atendemos más dejándole con la apartología ortodóncica en boca, puede lógicamente empeorar su estado. Y si le proponemos retirar el tratamiento, es muy posible que no acepte. ¿Qué hacer?
En nuestro criterio, lo más razonable sería advertir de forma fehaciente, mediante un burofax al paciente (porque permite dar fe del contenido del escrito), de la necesidad de retirar el tratamiento porque los posibles riesgos no compensan respecto a los potenciales beneficios. Y, por supuesto, brindarnos a retirar la aparatología cuando lo considere conveniente. Una vez el paciente reciba el burofax, si no vuelve a la consulta, en principio, la responsabilidad ya sería suya.
No obstante, hay cientos de posibles situaciones que precisan medidas diferentes, y lo mejor que podemos hacer es buscar, por ejemplo, en las asesorías jurídicas de los colegios profesionales. Mejor no actuar ante una relación terapéutica tóxica sin tener claras las consecuencias.