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Mi viaje a Guinea Ecuatorial

Salí de Madrid un 11 de diciembre, para regresar el 22. Había que hacer conexión en Casablanca y llegar a la capital de Camerún (Yaounde), antes de iniciar el viaje por carretera, de unos 250 km., para llegar al dispensario de las Hermanas Hospitalarias (que son españolas), situado en Guinea, pero prácticamente en la frontera con Camerún y Gabón.

En el aeropuerto de Yaounde me estaba esperando Valerie, para llevarme al Hospital San Martín de Porres, regentado también por religiosas españolas. Ésta era únicamente una parada técnica, ya que dicho hospital cuenta con su propio sillón dental y un profesional permanente para atenderlo.

El alojamiento allí es en la «casa del cooperante», que es un anexo del hospital, donde viven todas las personas que llegan para desarrollar cualquier actividad temporal como cooperantes. Allí coincidí con tres españoles, cuyo período de cooperación en dicho hospital iba a ser de algunos meses. Esta casa la cuida un camerunés, David, que, a su vez, es el encargado de hacer la cena y de la limpieza.

Únicamente pasé dos noches a la ida y una a la vuelta, pero os aseguro que sólo el contacto personal con todos ellos y el haber podido conocer y coincidir con la gente que allí trabaja, hace que tome sentido la frase «ha sido un placer conocerte».

Desde el propio hospital me facilitaron el coche de una hermana con un conductor, y así me puse rumbo a Guinea. El viaje dura unas cuatro horas, por una buena carretera. Debo decir que es un trayecto precioso, con un paisaje de vegetación exuberante y frondosa, muy parecido a los que salen en las películas de exploradores en África.

Al llegar a la frontera de Guinea, me estaban esperando sor Francisca y sor Puri para acompañarme a su casa. Su casa era en realidad un conjunto de edificaciones entre las que se encontraba su propia vivienda, el dispensario, el Centro de Salud Angokong y, de nuevo, una casa de invitados donde nos alojábamos los cooperantes. En ella sólo dormía, ya que todas las comidas las hacía junto a ellas en su propia casa. Por cierto, las comidas eran todas un festín. Por no hablar de las frutas, recogidas diariamente de su propio jardín.

Allí conocí a una pediatra tinerfeña y a tres religiosas congoleñas, con las que compartí casa y tiempo, y a las que estrené como auxiliares de Odontología.

Las cuatro hermanas que allí viven (me faltaba nombrar a sor María y sor Sonsoles) trabajan en el dispensario, que cuenta además con un laboratorio de análisis clínicos. Pueden llegar a ver una media de 80 pacientes al día, siendo lo más frecuente la consulta de niños con fiebre, consecuencia del paludismo, que allí es endémico. Por supuesto, que desde aquí hay que viajar, además de con las vacunas reglamentarias puestas, con la profilaxis antipalúdica, que consiste en la ingesta de una única pastilla diaria.

Respecto a mi trabajo, diré que fueron seis días intensos, en los que llegué a atender a 102 pacientes. El primer día no pude hacer obturaciones por problemas técnicos del equipo. Fueron solucionados por Wenceslao, que prácticamente desguazó el equipo entero y lo volvió a montar, para dejarlo en perfecto funcionamiento.

He de reconocer que las bocas que vi estaban, en su mayoría, francamente necesitadas de arreglos. El regalo de cepillos infantiles que iba haciendo a los niños, me hizo saber que para muchos padres era la primera vez que veían un cepillo. A todos ellos les animé a estar pendientes de la llegada del próximo profesional, para revisiones periódicas. Esto último la gente lo sabe con antelación, ya que las hermanas se habían encargado de anunciar mi llegada con carteles estratégicamente situados por todo el pueblo.

Era muy chocante que la gente hablara español, y a la vez gratificante, pues pude establecer una buena comunicación con ellos.

Debo decir que la vida junto a las hermanas ha sido un atractivo más del viaje. Yo nunca había convivido con religiosas y ha sido una sorpresa muy agradable. Con ellas me he reído mucho, he comido de lujo, hemos hablado, paseado… y así, el día de mi despedida, me di cuenta de lo mucho que me costaba dejarlas.

Si es verdad lo que se dice, que tú recibes siempre más de lo que das, pues experiencias como ésta lo corroboran, no sólo por lo gratificante que resulta ayudar a gente necesitada, sino por la calidad humana que descubres en todas las personas con las que acabas coincidiendo. Sólo espero poder regresar para seguir haciendo «relevos».

Desde aquí os animo a todos a hacerlo, y os prometo que no os arrepentiréis.

ARTÍCULO ELABORADO POR:

Dra. Raquel Giménez

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