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El Decamerón de Boccaccio y la odontología: higiene bucal, anestesia y extracción dentaria

Dante, a caballo entre el siglo XIII y XIV y Petrarca y Boccaccio ya en pleno «Trecento» (siglo XIV), son las cumbres de la literatura italiana de la época. Florencia, entonces, era la capital del Arte y de la Literatura europea y el «dolce stil novo» (el dulce estilo nuevo) irradiaba su luz por todo el continente. Dante, enamorado de Beatriz, escribe la «Divina Comedia», el gran poema medieval pleno de simbolismos e historias imperecederas. Petrarca, cautivado por Laura, es el poeta del «Canzoniere», punto de partida de la poesía europea del siglo XVI.

Boccaccio, atraído por la poco recomendable Fiammetta, es el autor del «Decámeron» (como él quiso pronunciarlo) o del Decamerón o Príncipe Galeoto, que es como quedó fijado para la posteridad, obra superficialmente motejada de grosera y obscena, cuando su realidad afronta con valentía las flaquezas humanas y de la sociedad que le tocó vivir.

Actualmente su pretendida procacidad no escandaliza ni a un niño de primaria, acostumbrados como están nuestros infantes a las escabrosidades que la moderna televisión pone cotidianamente ante sus ojos. Unos cuantos maridos viejos engañados por su jóvenes esposas, unas cuantas monjas y frailes rijosos, algunos avariciosos castigados y pare usted de contar.

No hay ni un átomo de salacidad en sus relatos. La sexualidad es tratada con naturalidad, gozosa, estimulante, placentera, nada retorcida ni perversa. La descripción de las caricias no pasa de «abrazos y besos» antes del ayuntamiento.

Al lado de Catulo, Apuleyo y otros paisanos de la antigüedad clásica, Boccaccio destaca más por el donaire y la socarronería, que por el libertinaje que tradicionalmente se le ha adjudicado por parte de los mojigatos. En este sentido la película «Il Decamerone» de Pasolini es la sublimación de esta interpretación grosera y zafia, fruto de la turbidez mental del director marxista, lejos del genio y del ingenio de Boccaccio. Léase, pues, el Decamerón sin ánimo morboso, pues lo único que hay en sus páginas es desenvoltura e incluso sabrosas intenciones, como cuando después de disfrutar del amor los protagonistas de varios relatos, el autor nos desea idéntico deleite, «por encima del cual –según confiesa- no hay otro».

Florencia (Friedrich B. Werner – Augsburg, 1735).

Higiene mortífera
La suciedad, el desaliño y la inmundicia son rechazados continuamente por Boccaccio, mientras ensalza la limpieza, el aseo y la pulcritud de sus personajes. No olvidemos que la obra misma nace a cuenta de la peste que asoló Florencia en 1348 y que provocó, solo en esa ciudad, más de 100.000 muertes. Boccaccio refiere cómo el contagio se hacía de persona a persona e incluso a través de los objetos tocados por los apestados (ropas, utensilios, etc.). Para precaverse –dice- algunos se llevaban a la boca y narices flores, hierbas aromáticas y especias para confortar el cerebro y librarse del hedor de los cadáveres.

Si bien no conocían la causa de la enfermedad, sí eran conscientes del carácter contagioso de la misma. Lavarse y asearse, pues, era recomendable y aunque parezca mentira en la Edad Media, el uso de los baños se popularizó incluso obsesivamente. Sería después, durante el siglo XVII, sobre todo, cuando se proscribieron creyendo que el agua abría los poros de la piel, facilitaba la entrada de las miasmas y se intentó mantener la limpieza con la ropa limpia en vez de con las abluciones tradicionales en cubos, estufas y baños públicos.

La salvia venenosa
Ciñéndonos a la higiene bucodentaria, Boccaccio hace de ella una sola referencia en el Decamerón adobada de truculencia y superstición. La incluye en la narración séptima de la cuarta jornada donde relata el drama de Simona y Pascualino, que fallecen tras frotarse los dientes con una hoja de salvia. Simona era hilandera y Pascualino lanero, ambos jóvenes, entre los que, conociéndose en el trabajo, surgió una fuerte pasión. Tomáronle gusto al metisaca y para hacerlo con más comodidad se citaron en un jardín discreto donde dieron rienda suelta a su fogoso apetito.

Tras varios asaltos, a Pascualino le dio por imaginarse una merienda silvestre con Simona y relamiéndose estimulado por la fantasía, arrancó una hoja de salvia de una mata que crecía al lado y con ella se frotó los dientes, explicando a su pareja que el vegetal limpiaba los restos de comida.

Al poco comenzó a ponerse pálido, perdió la aorta y la palabra y murió. Simona fue acusada de haberle envenenado y llevada ante el podestá (alcalde) de la ciudad.

El juez encontró raro el asunto y quiso ver el cadáver del joven en presencia de la presunta asesina. Fueron al huerto, Pascualino estaba hinchado como un odre. Simona explicó al juez que lo último que había hecho el fallecido había sido limpiarse los dientes con una hoja de salvia y para demostrarlo hizo ella lo propio, no tardando la desgraciada en seguir los pasos de su novio. – Venenosa parece ser esta salvia -dijo el juez- aunque no suele serlo. Y por que nadie peligrara ordenó que arrancaran la mata y la destruyeran. Al tirar de ella encontraron entre las raíces un sapo «cuyo pestífero aliento se coligió debía haber envenenado la planta».

Ni que decir tiene que quemaron rápidamente la salvia y el sapo y enterraron los cadáveres que estaban terriblemente hinchados.

Leyendas y realidades del sapo
El sapo, bufo o escuerzo siempre fue considerado un animal repugnante y funesto. Dioscórides aseguraba que podía envenenar a las personas provocándoles «gran hinchazón y amarillez» además de acortarle el aliento, ocasionando hedor de boca y eyaculación del esperma.

Andrés Laguna, en su traducción del Dioscórides, añadía que no solo era mortífera su carne, sino la hierba o el agua que tocaba. Los síntomas de la intoxicación, según el médico segoviano eran: vómitos, disentería y espasmos. Curiosamente estos quebrantos podían curarse con el polvo de una piedra que dichos sapos tenían en la cabeza (sic).

Laguna afirmaba que el sapo era variedad de una rana también muy venenosa llamada «Rubeta».

Dante (Raphael, 1600-1699).

«Solo su resuello -el del sapo- inficciona. Cuando se enoja lo retiene y luego lo suelta con la saliva mortífera».

Desde la antigüedad más remota tuvo este torpe animal relación con las brujas y los envenenamientos. Juvenal, en sus Sátiras (1ª-70, Ed.Clásicas. Madrid 2002, pág. 42) refiere cómo una robusta matrona envenenaba a su marido con vino de Coles y veneno de sapo.

Horacio en sus «Epodos» habla de la famosa Conidia que hace un bebedizo con los restos de un niño muerto y la sangre «de un feo sapo». «Conidia, adornada con pequeñas víboras en su despeinado pelo manda que cabrahígos sacados de tumbas y cipreses funerarios y huevos y plumas de un nocturno búho embadurnados con sangre de un feo sapo y yerbas que produce Yolcos y la Hiberia, rica en pócimas…». (Al niño Sagona le extrae el hígado y la médula para hacer hechizos de amor).

En el «Moleus Maleficorum» los dominicos Enrique Institoris (Kramer) y Jacobo Sprenger en el capítulo quinto de la primera parte, refieren cómo una bruja comulgó y luego metió la hostia en una marmita junto a un sapo para hacer un bebedizo que perjudicara a los hombres y demás criaturas con la asquerosa ponzoña.

Tan asqueroso resultaba que el mismo Sancho, para evitar los tres mil azotes que debía propinarse para desencantar a Dulcinea, dice que antes prefería «comerse una docena de sapos, dos culebras y tres lagartos».

Sin embargo, las brujas los apreciaban mucho. Las famosas de Zugarramurdi en el País Vasco, los recogían en el campo y los vestían con sayos y caperuzas, formando con ellos auténticos rebaños, venerándolos como demonios. Les daban de comer y beber hasta hartarlos y entonces les golpeaban con saña recogiendo un líquido hediondo que arrojaban por la boca y el ano, con el cual se untaban para ir al aquelarre.

En 1537 se juzgó en Toledo a una presunta bruja llamada Juana Núñez Dientes (Julio Caro Baroja, «Vidas mágicas e Inquisición») la cual, cuando quería matar a alguien cogía un sapo, lo iba secando poco a poco provocando igual proceso en la persona que deseaba liquidar.

El Bosco incluye sapos en varios de sus cuadros, siempre con intención sexual (se dice que representa el órgano sexual femenino).

En Alemania, según O. Von Hovorka y A. Konfeld, en «Vergleichende Volksmedizin» (Stuttutgert 1908-1909) el sapo se considera remedio contra los encantamientos y representa el útero enfermo.

Las aludidas brujas de Zugarramurdi pretendían curar a una señora haciéndole comer un sapo que habían cogido delante de la iglesia y que decían que tenía en la boca un trozo de pan bendito.

González de Amezúa, en su versión crítica «Casamiento engañoso» de Cervantes refiere la superstición de que el demonio dibujaba un sapito de la niña del ojo de las brujas.

El sapo o escuerzo, historias aparte, ha provocado siempre rechazo y temor. Su orina, dicen los campesinos, puede matar a un perro o dejar ciego a un hombre.

Otros lo tienen por inofensivo y benéfico para la agricultura. Lo cierto es que algunos ejemplares son realmente venenosos, por ejemplo, el «Bufo alvarius» del río Colorado produce una secreción psicoactiva, la 5-MeO-DMT.

Dante y Beatriz (Ary Scheffer – 1846).

Anestesia
Es particularmente interesante la narración 10 de la cuarta jornada, en la cual Boccaccio hace referencia al uso de la anestesia previa a una intervención quirúrgica (aunque las cosas no salen como el cirujano había previsto).

En efecto refiere el autor como hubo en Salerno un gran médico-cirujano llamado Mazzeo Della Montagna, quien ya viejo se casó con una mujer joven y bella, a la que no atendía sexualmente so pretexto de las energías que perdía cada vez que cohabitaban. La joven decidió remediarse fuera y se fijó en un joven llamado Ruggeri d’Aieroli con fama de disipado.

Así las cosas, llevaron un enfermo al médico con una pierna estropeada de la cual se debía «sacar un hueso infectado» para soslayar la muerte o la gangrena. El médico, con el propósito de ahorrarle el dolor de la operación, ordenó que le compusieran un agua «que si bebía, haría dormir al paciente el tiempo preciso para operarle».

Llegó el agua a casa del Dr. Montagna, pero llamado de urgencia a Amolfi hubo de posponer la operación, dejando el recipiente en su aposento sin decir lo que contenía.

Aprovechando la ocasión su mujer, sabiendo que no volvería hasta el día siguiente, pasó la noche con Ruggeri, el cual, por el calor o la comida, sintió sed y bebió de la garrafa creyendo que era agua potable. Inmediatamente le acometió un gran sueño y se quedó dormido.

La mujer cuando lo vio en ese estado quiso despertarlo e incluso le quemó con una bujía, pero el joven ni se inmutó, por lo que le dio por muerto.

Asustada llamó a la doncella que también le dio varios empellones sin resultado. Para evitar el escándalo decidieron meterlo en un arca de madera propiedad de un vecino carpintero. Así lo hicieron y dejaron el arca en la calle. Dos usureros que la vieron aprovecharon la ocasión para robarla y esconderla en el dormitorio de sus mujeres.

Ruggeri «durmió un gran trecho y extinguió la virtud del brebaje» despertando al amanecer aunque aún le quedó «una especie de estupor que le duró varios días». Medianamente recuperado salió del arca, pero fue descubierto y acusado de querer robar en la casa de los usureros, por lo que fue condenado a la horca.

Entre tanto volvió el médico y observó la desaparición del agua reprendiendo por ello a la esposa explicándole que era un narcótico.

Para librar de la horca a Ruggeri y no comprometer a la señora, su doncella confesó que había llamado al joven para refocilarse con él y que el joven bebió el agua quedándose dormido y que ella lo metió en el arca con el resultado conocido.

El médico la reprendió pero consintió que contara la historia al juez para salvar a un inocente.

La esponja somnífera, un anestésico medieval

Laura y Petrarca.

Si bien nada sabemos de la composición del «agua» del cirujano Mazzeo de la Montagna, algo conocemos de un «anestésico» usado en el medievo.

Giovanni Boccaccio nació en 1313 y murió en 1375. En 1348 la peste bubónica, como hemos dicho, asoló Florencia, poco después de esa fecha se escribió el «Decamerón».

El siglo XIV alumbró grandes cirujanos, durante esta centuria ejercieron Gianfranco Mediolanensis, Henri de Mondeville y sobre todo Guy de Chauliac, cuya obra solo fue superada en el siglo XVI por Ambrosio Paré.

Sin embargo todos estos maestros y sus colegas hasta el siglo XIX, se verían obligados a operar «en vivo», sin anestesia, provocando horribles sufrimientos a sus aterrorizados pacientes.

Desde antiguo se habían buscado diferentes procedimientos para suprimir el dolor. Se usó el opio, el beleño, el hachís, la mandrágora, el alcohol, etc.

Desde el siglo VI en Montecasino se usó la «esponja somnífera» que alcanzó el cenit durante la Edad Media. Su primitiva composición contenía «media onza de semillas de opio, ocho onzas de extracto de hojas de mandrágora y tres onzas de extracto de cicuta».

Con este líquido se empapaba una esponja que luego se secaba al sol y se humedecía cuando se necesitaba para narcotizar al paciente. Teodorico de Borgognoni la recomendaba en el siglo XIII (opio, mandrágora, cicuta y lechuga).

Su efecto era totalmente imprevisible. Podía resultar ineficaz o provocar la muerte. Los cirujanos acabaron abandonándola prefiriendo enfrentarse al dolor antes que a la incertidumbre.

Extracción dentaria
En la narración novena de la sexta jornada (pág. 470 y s.) Boccaccio cuenta la siguiente historia: «Lidia, esposa de Nicóstrato, ama a Pirro, el cual para creerla le pide tres pruebas». Nicóstrato es ciego, como siempre, y Lidia se encapricha de Pirro, pero este tiene miedo de que sea una trampa y le pide tres pruebas, una, que mate al gavilán de su marido, otra que le envíe un mechón de los pelos de su barba y otra que le dé un diente de su marido «de los mejores». La mujer ejecuta las dos primeras y para la tercera urde la siguiente estratagema.

Tenía Nicóstrato dos pajes que le trinchaban y daban a beber. Lidia les convence para que cuando se acerquen a él vuelvan la cabeza, como con desagrado.

Nicóstrato pregunta a Lidia que por qué hacen eso. Ella le contesta: «Te lo diré aunque he callado mucho tiempo.

Boccaccio (Raphael Morguen–1822).

Ocurre eso porque la boca te huele mucho, sin que yo sepa la razón, porque eso no solía ocurrir y como esa es cosa feísima, teniendo tú que tratar con gente de peso, habría que ver la manera de curarla».

–«¿Qué habrá de ser eso? ¿Tendré en la boca algún diente estropeado?», dijo Nicóstrato.

–«Quizá sí», respondió Lidia. Y llevándole hasta la ventana le hizo abrir la boca y después de mirársela por una y otra parte le dijo:

–«Mucho debes haber padecido, Nicóstrato, porque en esta parte tienes un diente estropeado que acabará por hacerte perder otros, así que debes sacártelo antes de que el asunto pase a mayores». Nicóstrato se lo creyó y pidió «un maestro» para que se lo extrajese, pero Lidia le dijo que esos maestros eran muy crueles y que se le partirá el corazón viéndoles actuar. Así que se ofreció para hacerlo ella misma.

Trajeron unas pinzas «para el caso» y la esposa y la doncella procedieron mancomunadamente sacándole un diente sano que metieron en un saco y le enseñaron otro podrido que tenían preparado.

–«Mira lo que tanto tiempo has tenido en la boca», le dijo la trapacera al marido. Así pudo enviarle a Pirro la tercera prueba, tras la cual, el mancebo perdió la suspicacia y holgó placenteramente con ella. «Dios nos dé lo mismo a nosotros», concluye el autor. Según este relato (a fuer que fantástico) se colige que en el siglo XIV ya existían «maestros» sacamuelas (en España tenemos constancia de los «maestros caxales» al servicio de la Casa de Aragón durante los siglos XIV y XV. Pedro IV, el Ceremonioso tuvo, por ejemplo, en 1351 a Pedro Ponç a su servicio) gracias a las investigaciones de Raholin Sastre en los Archivos de la Corona de Aragón.

Eran rudos y despiadados por necesidad, ya que se veían obligados a trabajar sin paliativo alguno, arrancando las piezas, ignorando los gritos del paciente. Por eso se les temía más que al pedrisco.

No obstante ya entonces, como he dicho anteriormente, se usaban ciertas sustancias procedentes del reino vegetal y mineral.

Curiosa es la alusión que Boccaccio hace de un específico bien identificado actualmente. En la narración octava, jornada tercera (pág. 231) una mujer se entiende con un abad y para quitar del medio al marido le dan unos polvos que le duermen. Cuando despierta le hacen creer que estuvo en el purgatorio. Boccaccio explica la virtud de los polvos con las siguientes palabras:
«El Abad… cogió unos polvos de maravillosa virtud que en las regiones de Levante le regaló un gran príncipe, el cual afirmaba que solía usarlos “El viejo de la montaña” cuando quería, durmiendo a alguien, llevarlo o traerlo del paraíso, según la dosis, como si vida no tuviera…».

Sin duda esta narración está inspirada en el «Libro de Marco Polo» donde se describen las hazañas del «Viejo de la Montaña».

Este personaje Hassan Al Sabbath existió realmente. Procedía de Egipto y era ismaelita (seguidor de Ismael el Séptimo imán, descendiente de Mahoma). Los ismaelitas o septimanos son una secta chiita, enemigos ancestrales de los sunnitas.

Hassan Al Sabbath tuvo problemas en Egipto y se refugió en el actual Irán en las montañas de Elbruch, donde con sus seguidores construyó una serie de fortalezas inexpugnables, la más famosa de todos llamada Alamut (el nido del águila).

Desde allí se dedicó a sembrar el terror entre sus enemigos, principalmente los sunnitas de Damasco (se dice que llegó a matar a un sultán). Para ello drogaba con hachís a sus esbirros y los llevaba a su castillo donde había hecho construir un bellísimo jardín con huríes incluidas.

Fiumetta (Dante Gabriel Rossetti).

Al despertar les decía que estaban en el Paraíso, les dejaba disfrutar un poco y luego les indicaba dónde debían ir y a quién debían matar. Si morían en el intento –les decía- no tenían por qué preocuparse pues inmediatamente regresarían al Paraíso. Con esa promesa, los pobres, arrostraban todos los peligros sin inmutarse.

Hubo varios «Viejos de la Montaña» y sus descendientes llegaron a aliarse con los cruzados. Como la droga empleada era el hachís, a los esbirros se les llamaba «Hachissins» y de ahí, pasando por el francés «assassin» llegó al español el término asesino.

Fueron vencidos y dispersados por los mongoles cuando un nieto de Gengis Khan conquistó Irán. Actualmente los hay en Pakistán (Valle del Hunza) y el Yemen, entre otros lugares, donde personalmente he visto sus mezquitas construidas en picos inaccesibles. Obedecen al Aga Khan y los del Valle del Hunza tienen fama de ser una de las poblaciones más longevas del mundo.

Los efectos narcóticos y estupefacientes del hachís fueron conocidos en la India y Oriente hace 10.000 años. En el siglo V antes de Cristo Herodoto describía la costumbre de los persas de quemar semillas de la «cannabis» y aspirar su humo. La «cannabis» es endémica y cualquiera puede verla crecer abundantísima en Pakistán, la India, Nepal, etc.

Estética dental
Ni que decir tiene que Boccaccio describe decenas de damitas jóvenes y apetecibles. Pero también se ceba con ciertos marimachos entre cuyos desperfectos se incluyen los dientes. Muy fea era una tal Cintazza a la cual describe nuestro autor «con la nariz muy chata, la boca torcida, los labios gruesos y los dientes mal compuestos y grandes, y le olía el aliento y nunca le faltaban alifafes en los ojos… y era jorobada y un tanto coja de la pierna derecha…». Para pedirla en matrimonio, vamos.
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Resumen
Así pues, Boccaccio en el Decamerón, señala la costumbre de limpiarse los dientes con hojas tras el yantar (aunque en la ocasión tal hábito ocasionara la muerte). También alude a la anestesia y a la extracción dental aunque una y otra nada tuvieran que ver ya que estas últimas se hacían «a lo vivo», lo que aterrorizaba a las gentes. Menciona también los efectos narcóticos del hachís y por último hace numerosas referencias a la dentadura, destacando la fealdad de la misma en varios personajes.

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