Ganador del III Premio Relato Corto de GACETA DENTAL
La verdad es que no lo comprendo. Llevo aquí muchos años, no sé, tal vez ocho o diez, puede que más, y todos los días la misma historia, por la mañana o la tarde, invierno o verano, sea lunes o viernes. Sí, sí, comprendo que no soy nada del otro mundo, que no es que se hayan esforzado en diseñarme como un salón del palacio de Versalles o un rincón de la milanesa Galería Víctor Manuel II; pero creo que tampoco es para esto.
Incluso puede que las paredes necesiten un repaso de pintura en colores claros, más vivos y alegres, y que las cortinas hayan amarilleado con el paso del tiempo y la contaminación de afuera… Y hasta es posible que los sillones estén un poco ajados y esa silla de la esquina pida a gritos la jubilación. No sé, nunca he podido sentarme para comprobarlo. Pero pudiera ser, sí.
O quizá no, no lo sé. Tal vez sea por los cuadros de la pared… Sobre todo ese de ahí, que pretende parecer una obra de arte abstracto y me da que se quedó en una prueba de autor realizada a brochazos y con los restos de pintura que quedaban en la paleta. Pero, qué caray, este otro, el bodegón, está muy conseguido. No es que la manzana sea como las que pintaba Cézanne, ya lo sé, ni que el fondo negro sea un prodigio del romanticismo tardío alemán, pero no me van a negar que el cuadro está muy bien, en su conjunto; lo mismo que esa marina de enfrente, que hasta dan ganas de ir de viaje para conocer esa playa, para navegar por ese mar calmo y dejarse mecer por el susurro de sus olas plácidas…
En fin, no sé por qué será. Porque no es que yo sea la estancia más acogedora del mundo, ni una habitación con vistas al paraíso… Pero en invierno no hace frío, reconozcámoslo, y en verano, cuando ponen el aire acondicionado, es un respiro para quienes me visitan en la sobremesa…
No lo sé, no… No sé por qué la gente trae ese aspecto acobardado, timorato y doliente, como si asistiera a un velatorio. Inconcebible. Porque luego no falla, oiga: al salir de la consulta, después de ver al dentista que les ha atendido, todos muestran una cara iluminada, los ojos alegres, el semblante festivo de quien sale de un teatro en el que lo han pasado en grande con las peripecias de los actores.
La verdad es que no lo comprendo. Me siento la peor estancia de la casa, el patito feo, el corredor de la muerte, la cola del INEM… Ya está. Lo tengo decidido: voy a hablar con los jefes. O les dicen a sus pacientes que sean más simpáticos conmigo, y dejen de ojear las revistas o el móvil con tal de no mirarme, o me lleno de telarañas.
Avisado queda.