Lo bueno de escribir estas cartas cada mes es que me brindan la oportunidad de ponerme al día en mis recuerdos, mis vivencias o mis pensamientos de lo que será mi vida en el futuro más o menos inmediato. Es una obligación con retorno inmediato, como dicen los especialistas de la economía y las finanzas cuando se refieren a las buenas inversiones.
Esta vez la confusión es total y se me agolpan pasado, presente y futuro en una amalgama (guiño dental, porque podía haber escrito mezcla, mixtura o cóctel) difícil de explicar. Y todo porque en la enésima revisión de papeles y trastos viejos que guardo en el desván (en realidad es un trastero, pero queda más elegante la palabra desván y evito la reiteración entre contenido y continente) me encuentro el boletín de las notas de mi paso por los bachilleratos elemental y superior allá por los años sesenta del pasado siglo. Redescubro que en tercero y cuarto mis notas en Latín eran bastante buenas, notables altos, mientras que las Matemáticas se saldaban con el aprobado raspado.
¿Por qué, entonces –me pregunto a mí mismo pero en voz alta, y por eso lo oís vosotros también–, opté por seguir la rama de ciencias cuando llegó el momento de decidir? Misterios de la existencia y de la corriente de la época. In illo tempore (en aquel tiempo) lo de ser filósofo, adentrarse en la filología hispánica o profundizar en las lenguas muertas, como se conocía –y se conoce– el latín y el griego clásico, era un proyecto absurdo por inadecuado. A priori (antes de la experiencia) eran carreras ‘sin salida’, entonces se promocionaba la figura del homo faber (el hombre que hace) frente a la del homo sapiens (el hombre que piensa), siguiendo el lema primum vivere deinde philosophare (primero vivir, después filosofar). Y pasó lo que pasó: motu proprio, que nadie me obligó, opté por una carrera de ciencias, que solo fue un rodeo para terminar en otra carrera de ciencias… de la información. O sea de letras.
Ipso facto (por este hecho; no es correcto traducirlo como rápido) hoy me encuentro entre vosotros hace ya más de tres años y, sin embargo, tengo la impresión de que es ab aeterno (desde siempre). Mi alter ego (otro yo) profesional está encantado con haber recalado en el sector dental, algo que, de no haber estudiado periodismo, habría ocurrido ad kalendas graecas (nunca).
Cuatro párrafos después de iniciada esta carta me llevo a la conclusión de que el latín sigue vigente, que es una lengua viva, cada vez más utilizada no solo en los ámbitos tradicionales judicial, botánico o médico, sino incluso en el mundo de la empresa, en el que proliferan últimamente los nombres que ‘suenan’ a latín, y en el muy anglófilo entorno de la informática. Por ejemplo, la popular ligadura & es una alternativa gráfica de la conjunción copulativa et (y) inventada por Marco Tulio Tirón en el siglo I, que es utilizada en internet y direcciones web, y también en excel, para concatenar celdas.
Y si la informática apuesta por el latín ¿por qué no íbamos a hacerlo desde Gaceta Dental a la hora de bautizar el salón de la formación dental? A posteriori, a sabiendas del asunto que se trataba, Dentalus era un nombre de lo más adecuado. Y en esas estamos, esperando que el 24 y 25 de abril nos veamos todos (conivnctis viribus: la unión hace la fuerza) en el pabellón uno de Ifema en torno a la oferta formativa. Porque el desideratum (el máximo deseo) de cualquier profesional o estudiante relacionado con el sector dental es estar bien informado para poder formarse mejor. Y de eso trata Dentalus, porque docendo discimus (enseñando aprendemos); es decir que todos salimos ganando. Dixi.