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El hombre y su obra

Pese a que haya quien se queje, lo de cumplir años es buena cosa. Entre otras apreciaciones porque la alternativa a no hacer una nueva muesca en la vara de la vida significa dejar de ser. O sea, o cumples años o pasas a ser un recuerdo, o ni eso; a criar malvas, o ni eso, que ahora se lleva mucho lo de la incineración.

Cosa muy distinta es cómo se cumplan los años, que ahí estamos casi todos de acuerdo en que el progresivo deterioro físico y mental es llevadero hasta cierto punto. La cuestión está en aceptar el paso del tiempo con absoluto conocimiento de las limitaciones que nos depara. Y en eso cada uno tiene sus propias apreciaciones y su escala de valores. Todo es relativo, y la edad no es una excepción.

Porque la teoría de la relatividad que Einstein aplicó a espacio y tiempo hace más de un siglo tiene una lectura cateta y rústica convenientemente adaptada a la medición de la edad de una empresa o un edificio, una edad relativa si es comparada con la de un ser humano. El tiempo transcurrido es el mismo para las obras que para el hombre, pero solo medido en términos absolutos –que es el tiempo real, no nos engañemos–, porque hemos creado un baremo diferente para medir las edades de la obra y el hombre y las relativiza. Quince años son suficientes para hablar de la madurez de una empresa, no así del humano, que a esa edad se encuentra en plena adolescencia. Luego la cosa se iguala. Con los treinta todavía tiene ventaja el ente inorgánico sobre el ser vivo, pero ya entre los cuarenta y los sesenta ambos conceptos –obra y hombre– van de la mano. Es la plenitud. Sin embargo, a partir de este instante, las curvas se separan de nuevo y mientras que los ochenta o cien años demuestran la solidez de un proyecto empresarial, esa misma edad significa el declive total del cuerpo humano. Ese despegue confirma la sentencia de no sé quién sobre la permanencia de las obras frente al sucederse de los hombres.

Pero tampoco es tan fácil que las obras se mantengan vivas, no son organismos que nazcan ni se reproduzcan ni siquiera mueran por sí mismos. Es la mano del hombre la que crea, desarrolla y mantiene –o mata– las obras, es decir, las empresas. Y para que se mantenga y se desarrolle, esa empresa necesita avanzar, crecer. El símil del árbol y las ramas viene aquí que ni pintado [tal vez sería más correcto decir, que ni plantado]. Gaceta Dental nació hace veinticinco años y desde ese momento ha continuado su evolución no solo para seguir siendo la revista decana del sector, sino también para ocupar el primer puesto. La revista ha sido el árbol que ha desarrollado ramas. Primero diversificando sus soportes, mateniendo el papel, pero dando cabida a los nuevos canales de comunicación: la web, las tabletas, los móviles… Pero sobre todo abriendo nuevos caminos dentro del sector dental y, siempre, a favor del sector dental. Por eso nació Dentalnet, como elemento necesario para dar cabida al networking [palabro que no sé cómo traducir: intercambio de conocimientos, o algo así] de los profesionales y la industria, y ahora está a punto de nacer Dentalus, el Salón de la Formación Dental [ver páginas 12 y 13], con idea de organizar y estructurar la amplia oferta formativa que hay en el sector. Que tendrá, además, un soporte tangible con la aparición de una guía que servirá de compendio a cuantos cursos de formación existen en el sector dental.

Dentalus está llamada a conseguir la permanencia de Gaceta Dental como obra, un paso más para hacer una nueva muesca en la vida de nuestra revista. En la seguridad de que es cierta la sentencia de que los hombres pasan y las obras permanecen… Si se las cuida y alimenta, claro está.

Autores

Director Emérito de Gaceta Dental

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