Introducción
En las últimas décadas, el número de procedimientos de inserción de implantes dentales ha aumentado de forma constante en todo el mundo, alcanzando aproximadamente la cifra de un millón de implantaciones por año (1,2).
El tejido óseo con el cual está en contacto un implante dental es el hueso alveolar, que está formado por hueso compacto que va desde la superficie facial a la lingual del proceso alveolar y por hueso trabecular que rellena el espacio entre la cortical y el implante. Para que, después de la inserción, el implante adquiera las condiciones de carga adecuadas para la curación es preciso que tenga una buena fijación primaria, imprescindible para tener una estabilidad del implante que propicie el comienzo de la regeneración del tejido óseo y así llegar a la fijación secundaria, que proporciona una estabilidad a largo plazo y determina el éxito de la implantación.
En 1981 Albrektsson y colaboradores (3) propusieron que la osteointegración de un implante dental es posible, únicamente, si factores como la biocompatibilidad, el diseño del implante, la superficie del implante, el estado del hueso receptor, la técnica quirúrgica y las condiciones de carga del implante son controlados simultáneamente. En tal caso, puede darse la neo-formación ósea en estrecha proximidad con la superficie del implante. La interacción superficie-hueso es un proceso dinámico y está condicionado al proceso regenerativo que sucede en el hueso a consecuencia de la implantación. Los primeros eventos tras la intervención, contacto con sangre, adsorción de proteínas y adhesión celular (figura 1) son debidos a la interacción entre el medio fisiológico y la superficie del implante. Una correcta adhesión celular en la etapa inicial del proceso condiciona el proceso global (4).