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Aprendiendo a valorar la residencia

Texto ganador del I Premio Relato Corto GACETA DENTAL 2013

Y aquí estoy un día más, en esta residencia para huérfanos en la que comparto dormitorio con unos cuantos compañeros. Vivimos dieciséis en el piso de abajo y otros dieciséis en el de arriba. Nuestro casero nos da alojamiento gratis a cambio de trabajar para él. Siempre me he encontrado a gusto aquí. Llevo más de treinta años; desde que nací, de hecho. Me conozco a la perfección la residencia y a los demás habitantes de mi piso. Todos nos llamamos por el número de la cama en la que dormimos. Mis compañeros y yo hemos crecido juntos, hemos madurado y hemos compartido experiencias agradables y no tan agradables.

Es el hogar idóneo en el que siempre hemos querido vivir, pero bien es cierto que, con el paso del tiempo, el casero se ha hecho un poco descuidado y no presta mucha atención a los pequeños detalles. No cuida la estancia, se olvida de la limpieza diaria, no arregla los desperfectos que van surgiendo con el uso normal del día a día y la residencia cada vez es menos acogedora. Tanto es así que algunos compañeros, como, por ejemplo, el de la cama 15, han decidido marcharse, sin despedirse siquiera. Seguramente habrán ido a algún lugar mejor, pero no lo sabemos a ciencia cierta, aún no hemos recibido noticias suyas.

Ahora somos menos. Esto ya no es lo que era. Cada vez hay más discusiones debido a que unos trabajan más que otros, otros están envejeciendo a pasos agigantados y ya no tienen las mismas ganas de reír y pasarlo bien que tenían antes, y otros se pasan el día sufriendo dolores que los invalidan para llevar una vida normal.

Sin ir más lejos, yo hoy me he despertado un poco mareado, he pasado mala noche. A decir verdad, mi lecho no es muy confortable. ¡Cuántas veces he soñado con poder dormir en una cama más cómoda, con un colchón mullido en el que no se me clavasen los muelles como si de huesos se trataran, con sábanas suaves entre las que arroparme y que despidieran olor a limpio!

Para colmo, los del piso de arriba no han parado de hacer ruido y rechinar desde que me acosté, ¡menuda fiesta tenían montada! Se ve que golpeaban con tanta fuerza que por aquí abajo nos retumbaba el suelo y yo me movía de un lado para otro en mi lecho sin poder hacer nada para evitarlo. Mis vecinos de al lado tampoco han descansado bien y hoy se han levantado con un malestar general. El de más allá incluso ha amanecido con sangre en la cama, no sabe muy bien porqué. Lo que sí que sabemos es por qué las camas vacías ya no se llenan, nadie quiere venir a vivir aquí. Y lo comprendo.

Y por si todo esto fuera poco, el dueño de la residencia no sólo no ventila ni perfuma nuestra habitación sino que, de vez en cuando, parece que nos llenara todo nuestro hogar de un humo apestoso que nos pone dolor de cabeza y nos da ganas de vomitar. Antes nunca hacía eso. Además esa contaminación, como cualquier otra, aumenta la temperatura global de nuestro habitáculo haciendo que sea un lugar apetecible y acogedor para bichos que habitualmente deberían estar «hibernando» o simplemente no existir en nuestro hogar. Supongo que en todas las casas habréis sufrido en alguna ocasión la inesperada visita de mosquitos, moscas, hormigas o cucarachas, ¿no es así? Pues bien, nuestros bichos no son esos, los nuestros son más pequeños, se meten por todos los rincones. Se hacen llamar «la tribu de las bacterias». Ya son varias las familias que se han instalado a nuestro alrededor: los Streptococcos, los Lactobacillus…, y, de vez en cuando, se reúnen por las esquinas. A veces los vemos, pero no se asustan ni echan a correr. Estos bichos son como una plaga, se reproducen rapidísimo, causando mal olor y poca salubridad.

En fin, no quiero aburrirles más con mis lamentos, pero reitero: quiero, y mis compañeros también, que mi vida, nuestras vidas, cambien, y, por ello, llevamos mucho tiempo pensando un plan, un plan que haga cambiar de opinión al casero y vuelva a ser el que era. Si lo conseguimos, nuestra residencia volverá a ser habitable, dejaremos de sufrir y tendremos mayor calidad de vida, por lo que volveremos a ser felices y tendremos más ganas de trabajar y de ponernos guapos.

Nuestra idea es la siguiente: vamos a despreocuparnos de todo, tal y como hace el dueño, y vamos a dejar de trabajar hasta que saque la basura, nos limpie e higienice las camas y perfume nuestro hogar.

Los días van pasando y todo empeora más y más. Me están saliendo manchas en la cara y por la espalda. Tengo una herida en la cabeza que cada día se oscurece más. Aún no me duele mucho, pero me está preocupando. Le he pedido a gritos que me lleve al doctor para ver qué me pasa y me cure, pero de momento no me ha hecho caso.

A mi vecino de al lado también le está ocurriendo algo extraño, no puede parar quieto. Cada día se mueve más. Pobre 42.

Tengo un amigo, el 48, que estaba estudiando para juez y con todo esto que está pasando no se puede concentrar y ha tenido que dejar de estudiar. Se ha quedado a medio camino de conseguir su sueño. Está rabioso y enfadado, así que ha decidido fastidiar a su compañero de al lado y no hace más que empujarle, cada día le hace más daño. El casero es consciente de las broncas que tienen entre ellos y no hace nada por evitarlo. Todos creemos que si sólo sirve para hacer daño, debería echarle de la residencia, pero tampoco nos hace caso.

Me ha confesado un compañero del piso de arriba, el de la 21, que no aguanta más, ha decidido marcharse y, para llamar la atención del casero, para ver si sirve de algo, ¡se va a suicidar! Esto no puede seguir así, vamos de mal en peor.

Nosotros seguimos fieles a nuestro plan. El casero nos da carne para que la piquemos, pero la guardamos sin trocear. Lo mismo hacemos con el resto de la comida que deberíamos preparar. Estamos en huelga. Parece ser que el casero se está empezando a dar cuenta de la situación, pero sigue sin dar su brazo a torcer, hasta que de repente le hemos oído gritar.

Nos ha parecido entender que se la hinchado la cara y que le duele mucho. Va a ir al especialista.

Decidimos acompañarle para que de paso nos mire a nosotros también. Cuando hemos llegado y nos ha visto se ha quedado boquiabierto, como si no hubiera visto nunca nada parecido.

El doctor nos ha revisado uno por uno. Me ha limpiado con mimo la herida de la cabeza y me ha puesto algo que es maravilloso, lo ha llamado «obturación». Ya no me duele nada.

A mi mejor amigo, el de la cama 36, le van a tener que operar a corazón abierto, pero está tranquilo porque le ha explicado el doctor que algo llamado «gutapercha» (qué nombre más raro, ¿verdad?) le va a hacer sentir mejor.
Y a mi amigo que estudiaba para juez, le ha echado la bronca y en la próxima cita dice que tendrá que partirle por la mitad (creemos que será una forma de hablar para asustarle).

Ha revisado al 21 y le ha hecho ver la vida de una manera positiva. ¡Qué majo el doctor que ha impedido un suicidio!
Y lo más importante, luego ha hablado largo y tendido con el casero. Le ha insistido en que limpie mejor nuestra habitación para que nos mejoremos cuanto antes y mi compañero de la cama 36 tenga un mejor post-operatorio.

También le ha recomendado olvidarse del humo. Además le ha dicho que seguro que cuando la residencia vuelva a ser la que era, se empezarán a llenar las camas vacías.

Nos volvemos todos contentos a casa y parece ser que el casero ha cambiado de actitud después de la visita al doctor. Ha barrido y fregado el suelo, ha pasado el polvo, ha mudado nuestros lechos y ahora todo huele mejor.

Nosotros satisfechos con el resultado de nuestro plan volvemos a trabajar. Ahora picamos la carne y preparamos la comida mejor que antes, con más ganas y dedicación, y el casero parece estar más contento.

36 se está recuperando muy rápidamente y muy bien. Está contentísimo con el resultado. Dice que el doctor ha hecho un excelente trabajo.

48 ha desaparecido misteriosamente, ¿sería verdad lo de que el doctor le partiría por la mitad? Sea como fuere, en su ausencia, 47 vive más tranquilo sin pelearse con nadie. Nadie echamos de menos a 48.

Además, no hemos vuelto a ahogarnos en el grisáceo humo maloliente. La residencia está mejorando mucho y nosotros también. Estamos todos felices, sanos y limpios. Trabajamos bien, descansamos mejor. Todos estamos más guapos.

Hoy, cuando nos hemos despertado, teníamos todos una pegatina plateada pegada en la cara y nos han atado a todos con un alambre. Parecemos los niños de las guarderías que salen a pasear agarraditos a una cuerda para no perderse. No sabemos qué es esto, pero parece divertido. Cada cierto tiempo nos unen con un alambre distinto.

La habitación la tenemos muy ordenada con el fin de que venga algún nuevo inquilino. Nos han llegado rumores de que próximamente van a venir nuevos compañeros a ocupar las camas vacías. Pero ya saben cómo es esto de los rumores; uno nunca sabe qué parte es cierta y qué parte es leyenda. Nuestros nuevos compañeros dicen que van a ser de metal.

Anda ya, eso sí que nadie se lo cree! ¿Serán robots? ¿Serán de otro planeta? Estamos deseando que se desvele el misterio.

La actitud de nuestro casero mejora cada día. Nos cuida a la perfección. Así no me extraña que otros compañeros quieran venir a vivir aquí. Es un hogar muy acogedor.

Esperen, esperen… Estoy oyendo el ruido como de un taladro, ¿qué hacen los de arriba?, ¿colgar cuadros? ¡Y ahora nos cae agua salada, puaj! No entendemos nada de lo que está pasando ahí arriba, pero si ninguno de nuestros compañeros protesta es que todo debe de ir bien. Cuando nos hemos despertado de la siesta, ya se habían instalado los nuevos habitantes del piso de arriba. Están ocupando las camas de los que se habían marchado. Aquí abajo aún no ha venido ninguno. ¿Por qué?

Dicen que aquí abajo hacen falta unos meses hasta que puedan venir, que de momento van a dejar las camas cubiertas bajo una tela especial que las proteja de la suciedad y del polvo del ambiente hasta que los nuevos inquilinos se puedan instalar en su nuevo hogar. El casero la llama «membrana».

Mientras tanto parece ser que «los nuevos» del piso de arriba se han adaptado a la perfección, se han integrado con el resto de sus compañeros y con su nuevo entorno. Ya han aprendido el trabajo que van a tener que realizar a partir de ahora, y lo hacen tan bien como el resto de nosotros. Han aprendido rápido.

Así van pasando los meses y todo parece estar preparado para recibir a mis nuevos vecinos del piso de abajo. Tengo ganas de verles las caras y comprobar con mis propios ojos si es cierto todo aquello que decían de ellos y si trabajan tan bien como hacen los de arriba. Estamos todos nerviosos y expectantes por su inminente llegada.

Por fin ha llegado el momento, ya están aquí. Antes de venir a vivir a esta residencia eran artistas, danzantes, de ahí que la entrada la hagan girando elegantemente sobre sí mismos ante la perplejidad de todos nosotros. Ellos son ligeros y hábiles, giran incansablemente hasta que por fin se adaptan. Todos aplaudimos su triunfal entrada. Vienen todos maquillados para la ocasión, desprenden un brillo hermoso y, a pesar de tener cuerpo metálico, tal y como nos habían dicho, son extremadamente bellos. Vienen con mucha ilusión y para quedarse con nosotros por mucho mucho tiempo, creo que en ellos voy a encontrar a unos cuantos buenos nuevos amigos.

La vida nos ha cambiado después de la visita al doctor. Atrás quedaron esos días de suciedad, heridas, empujones, chirridos, dolores y manchas en la cara. Volvemos a ser felices todos juntos, formamos un gran equipo que, como todo buen equipo, debe de jugar en armonía. Nuestro casero valora mucho más su residencia y nos cuida a diario, puesto que al fin y al cabo es la que le da de comer. Ya nunca más ha vuelto a descuidar nuestro hogar.

La carne y el resto de comida es triturada a la perfección. Estar metidos y acurrucados cada uno en su lecho es un auténtico placer. Lo que nos rodea está suave, tiene buen color, limpio… Así da gusto.

Recomiendo a todos aquellos caseros que estén leyendo mi historia y se sientan identificados con la metáfora que acabo de escribir, que deberían revisar su residencia periódicamente para prevenir y solucionar situaciones como ésta que nos ha pasado a mis compañeros y a mí. Y recordar que su residencia, como cualquier otro negocio, es la que les da el pan para cada día y después se lo come.

Dicho lo cual, les dejo queridos lectores que tengo mucho trabajo que hacer.

Autores

Odontóloga. Universidad de Salamanca.

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