Creo que a nadie se le escapa que esta crisis que estamos viviendo no puede por menos que clasificarse de extraña o atípica. Es una crisis en la que parece que todo lo que se habla en las fabulosas reuniones de dirigentes internacionales suena a chino en términos de lo que concierne al negocio de cada uno.
Desde mi punto de vista, realmente es la crisis de la confusión, pero no de la mía –aquí cada uno aplíquese el cuento–, sino de aquellos que han organizado tan tremendo pandemonium y ahora no saben ni por dónde salir.
Y, por supuesto, sí que tiene que ver con la tan cacareada confianza, pero no la que nos quieren vender: confianza en las grandes corporaciones, FMI y los gobiernos, sino la confianza en nosotros mismos y, por lo que atañe a los odontólogos, en sus pacientes y colegas.
Sé que esto puede parecer un panfleto, pero, entre muchas otras, también hay razones informáticas en todo este embrollo. Al margen de crisis de deuda, guerras de divisas y políticas monetarias, en los últimos veinte años se ha producido una auténtica orgía de información en la cual los grandes, los que tienen la sartén por el mango, depositaron una confianza excesiva –otra vez la palabra clave– en los sistemas que les iban a permitir el control total del consumidor o del votante.
Y durante algún tiempo ha funcionado. En realidad, todos estos últimos años… el esfuerzo ha ido dirigido a recopilar la mayor cantidad de información posible, fuera la que fuera, y ésta es la razón por la que se permite, en cierto modo, la «disidencia» en internet. Permite saber lo que hace el enemigo en cada momento.
Así que se dió rienda suelta a los buscadores como Google, más bien recopiladores de información y, como no era suficiente, se empezaron a regalar teléfonos móviles y después Facebook, etc.
Por supuesto, a nadie se le escapa que, por muy honrado que se sea, tal cantidad de información otorga un poder de negociación importante y, por supuesto, que se ha estado negociando.
Pero la propia experiencia adquirida por los buscadores y redes sociales, que ya estaban en funcionamiento mucho antes de Facebook y Twitter, permitió ir depurando los sistemas para hacerlos mas rápidos e inteligentes, para que ordenaran la información de forma que se le pudiera «sacar» más rendimiento con menos esfuerzo.
Lo gracioso es que, al mismo tiempo, el usuario medio, es decir, nosotros, circulábamos por una senda similar, a nuestra manera, de forma que acumulábamos cada vez más «material» descargado de internet: música, películas –todo de forma legal, por supuesto–, a la vez que las cámaras de vídeo y fotografía se abarataban y los ordenadores aumentaban sin parar su capacidad de almacenamiento, y, por si fuera poco, ahora se ofrece el Shangrila, el almacenamiento casi infinito en la nube.
Hemos vivido así durante las dos últimas décadas, por lo menos en los mal llamados países desarrollados. Los de arriba frotándose las manos por el suculento botín obtenido a costa de la privacidad de todo el mundo, como se ha puesto de manifiesto con el reciente caso Snowden, y nosotros, a su vez, frotándonos nuestras manos por la misma razón.
Así que cientos de horas de vídeo, miles de fotografías e incontables chateos después, estamos empezando a darnos cuenta de que la información al alcance de nuestras manos ocupa cada vez períodos de tiempo más cortos.
Efectivamente, el fenómeno es curioso, pero guarda ciertas similitudes con la teoría de la relatividad y podríamos decir que, a medida que nos acercamos a la velocidad de captura, cada instante en una fotografía o un mensaje, el tiempo se expande, sobre todo, cuando tenemos que buscar algo.
Es muy fácil verlo en iPhoto –los que tengan Apple– o la aplicación de archivo de fotografías que utilice cada uno. Si realizamos una consulta por años veremos que hace sólo 4, 5 ó 6 años los albúmes de fotografías estaban bastante despoblados, pero si miramos 2013, seguramente estará repleto y creciendo, por lo que encontrar algo concreto se hace cada vez más tedioso.
Pues bien, por un momento hagamos un ejercicio de imaginación y multipliquemos esa información por mil. Qué digo por mil, por mil millones, por billones, trillones, cuatrillones; quién sabe. Y pensemos lo que costaría encontrar una foto concreta.
La verdad es que resulta díficil hacer balance. Pongamos un ejemplo: según estadísticas del propio Youtube, los usuarios suben 144.000 horas de vídeo al día.
A partir de ahí los chicos de Youtube –o más bien los robots informáticos– tienen que leer los títulos, las etiquetas y los comentarios, en primer lugar, para filtrar los contenidos considerados inadecuados. Luego deben escuchar la banda sonora para saber si se ha utilizado música con derechos de autor y ejercer las acciones oportunas según el resultado y su política de contenidos.
Pero esto es solo la primera fase, porque después comienza lo interesante. La banda sonora es analizada una vez más para reconocer si se trata de un discurso claro que sea susceptible de traducción y, si es así, se procede a escuchar, transcribir y traducir a varios idiomas.
Y esta es la parte, podríamos decir, pública, porque nada impide que por el mismo precio se realice un reconocimiento facial, un reconocimiento de lugares, etc.
Así que, aunque el vídeo no sea tuyo, piensa que cada vez que paseas por la calle y hay alguien grabando con un móvil, es muy posible que al día siguiente en alguna base de datos figure que tú estabas en ese sitio a esa hora, pero, al mismo tiempo, es posible asegurar donde no estabas.
Así que desde el punto de vista del megalómano, parece que se ha alcanzado el sueño de todos los gobernantes o quién sea que maneje los hilos.
Pero, a medida que se perfeccionaban estos sistemas, se iban encontrando pequeños problemas. Por un lado, la gente empezó a suministrar montones de información sin que nadie se lo pidiera, lo que desde un punto de vista burocrático es una pesadilla.
Por otro, todo esto requiere grandes cantidades de software de una calidad extraordinaria y con una finalidad bien definida y, aunque los buenos programadores no abundan, aún más escasean aquellos capaces de imaginar cómo debe ser la estructura en la que colocar toda esta información.
No se ha tocado el tema financiero de forma intencionada, pero si juntamos todos estos elementos la visión que se nos propone es más parecida al truco del humo en el escenario que al disiparse hace aparecer un tigre donde había una jaula vacía y donde en realidad no hay jaula ni nada.
Lo que se ha producido más bien es la ilusión de crecimiento en el mundo real cuando el crecimiento era en el mundo virtual (se calcula que la economía financiera, en las bolsas, triplica la economía real de todo el planeta), pero han logrado confundirnos hasta el punto de creer que un crédito se podía pagar ganando menos de lo que había que pagar en la cuota mensual.
Esto solo podía acabar de dos maneras –y no digo que haya acabado–: o nos esclavizaban a todos como en la novela 1984, o reventaba de algún modo y se descubría que, por mucho que se empeñen algunos, la comida virtual no alimenta.
Algunas conclusiones que personalmente he extraído a estas alturas son: que la acumulación de información por sí sóla vale de muy poco; que la comunicación ya sea por chat, correo electrónico o Pony Express no tiene más valor que el que tenga el propio contenido del mensaje y, por último, que no nace un Einstein cada día, o, dicho de una manera más prosaica, un millón de cerebros de mono no hacen un cerebro de humano.
[…] 2 […]