Artículo de opinión de José Luis del Moral, director emérito de Gaceta Dental
Cuando saco a pasear a mis perras —la verdad es que la mayoría de las veces son ellas las que me sacan a mí de paseo—, quiero decir que cuando salimos a pasear mis perras y yo no es infrecuente que me dé por pensar —¡qué cosas!— en todo un poco, pero casi siempre en cosas peregrinas que enlazo de una forma extraña, como ocurre en los sueños.
Normalmente les lanzo una pelota tras la que corren como posesas —dos de ellas, porque la tercera, Kika, pasa, a su edad, de hacer esfuerzos que no le comportan beneficio alguno— y casi siempre, por no decir siempre, es la braco de Weimar, Lua, la que, por las buenas o por las malas, se hace con la presa, dejando a la cocker spaniel inglés, Indi, con dos palmos de narices.
Esta, sin embargo, inasequible al desaliento, insiste en seguir jugando y mueve el rabillo y caracolea para que lance de nuevo el proyectil. Indefectiblemente Lua vuelve con la bola en la boca, delante de una resignada Indi, que se obstina en tener otra oportunidad, una más, para tratar de ser la ganadora. Y lanzo la pelota de nuevo.
Esto me hace recordar a Raymond Poulidor, un ciclista francés que en sus 16 años de actividad profesional fue tres veces segundo y cinco veces tercero en el Tour de Francia. Eran los años triunfales de Anquetil, también francés, y del belga Merckx, y Pou Pou, como era conocido cariñosamente Poulidor, se acostumbró a ser el segundón.
Su eterna buena disposición para afrontar las carreras, consciente de que el primer puesto le estaba vedado de antemano, le permitió ser tan querido y respetado por el público, o más, como sus encumbrados rivales. [Tentado estoy de cambiarle a Indi el nombre por el de Pou Pou].
Y de ahí, en un salto acrobático mental mientras contemplo la costa atlántica portuguesa, me traslado al pensamiento de Nuccio Ordine, uno de los más sencillos —por lo comprensible de su discurso— e interesantes teorizadores de este siglo.
Gran compendiador de pensamientos clásicos útiles en estos tiempos, dice el profesor y filósofo calabrés, entre otras cosas, que lo importante no es vencer, sino ser capaz de correr con dignidad hasta el final. Que viene a apuntalar eso de que para que haya un vencedor tiene que existir un rival que quede segundo. Lua gana, lo que no quita para que Indi muestre una dignidad, perruna, pero dignidad al fin y al cabo, encomiable.
Y de ahí mi pensamiento se extiende por algunas otras de las aseveraciones de Ordine que están de plena actualidad. Por ejemplo que creerte en posesión de la verdad absoluta, como muchos pretenden ahora, es una forma de fanatismo, o que herir o maltratar a una mujer es comportarse contra natura, «transgredir las leyes divinas», dice, y, ciertamente, no se conoce violencia machista en otras especies animales.
O, citando a Balzac, y su novela Papa Goriot, asegura que «la corrupción abunda y el talento escasea; por lo que la corrupción es el arma de la mediocridad, que abunda», o, entrando en materia educativa advierte, más bien recuerda, que la función esencial de la universidad «no es la de producir hornadas de diplomados y graduados, sino la de formar ciudadanos libres, cultos, capaces de razonar de manera crítica y autónoma» o que «una pedagogía rutinaria acaba por matar cualquier forma de interés»: el maestro ha de amar lo que enseña. ¡Tan lejos de la realidad!
Y apoyándose en los Pensamientos de Montesquieu, Ordine escribe —y lo hace años antes de que llegase esta inacabable pandemia a nuestras vidas— que «si Europa no avanza por el camino de la solidaridad, en nombre del bien común, será difícil imaginar un futuro para el viejo continente.»
O, con Hipócrates en el punto de mira: «No hay cosa peor para un médico que considerar a los pacientes como clientes indefensos, como fuentes de beneficio.» Ahí lo dejo. Es hora de regresar a casa con mis perras.