La doctora Paloma Romero formó parte de la XXVII comisión DentalCoop Sáhara que tuvo lugar del 16 al 25 de agosto de 2019. Este es su testimonio, en primera persona, en los Territorios Liberados del Sáhara Occidental.
Realmente no sabía dónde me dirigía. Mi espíritu de cooperante-humanitario se había encendido hacía tiempo, arraigándose con mi formación sanitaria en emergencia y catástrofes, pero mis ganas de vivir, conocer y ser consciente de otras realidades de vida me hubieran llevado a cualquier otra parte del mundo, tal vez igual de desértica en necesidades y derechos humanos, desolada por la ignorancia y despreocupación del mundo acomodado, traicionada por la codicia y ruindad del hombre.
Todas las injusticias sociales parten del mismo origen y se asemejan en su impuesto modelo de «infravida», pero fue Dentalcoop, fue el Sáhara Occidental, quien me inició en esta aventura por intentar ser diferente, por mi rebeldía algo sumisa contra el capitalismo y sistema de gobierno nefasto y abusivo que acalla a los conformistas, que pisotea a los rebeldes, que imparte miseria e injusticia social.
Mi inquietud existencial me hablaba al oído en voz muy baja y me decía que saliera de la burbuja, de una realidad parcialmente ficticia en la que me despierto y respiro cada día. Fue así cómo la causalidad más casual me llevó a conocer de primera mano y a luchar por la reivindicación del Sáhara Libre.
40 años de conflicto
A pesar de mi buena intención por informarme sobre dónde iba, historia y causa, apenas arañé la superficie del conflicto social a la que este pueblo se enfrenta cada día desde hace más de 40 años. Un pueblo que fue primero nómada y anárquico, luego conquistado y esclavo y ahora ocupado y reprimido, mendigo de la caridad de sus antiguos hermanos, pero, sobre todo, silenciado por la ignorancia y el desconocimiento deliberados del resto del mundo.
Ninguna información es más veraz que la que te llega a través de tus propios zapatos y vivencias del lugar. Ese típico apotegma de que no sabes cómo es algo hasta que lo sientes en tu propia piel, se hizo más cierto que nunca. Puedes imaginar, elucubrar, hacer un tremendo esfuerzo empático por ser consciente de cómo vive la gente en el más puro desierto, desterrada de su tierra natal y despojada de sus bienes y recursos naturales, que nunca sabrás qué es la necesidad, la sed, la verdadera entrega desinteresada, hasta que aprendes a ver con sus ojos escoriados por la arena hosca del Sáhara.
Así fue como comenzó mi rodaje por tierras saharauis, con un largo viaje de horas muertas en suelos de aeropuertos que dio para entablar una relación estrecha con el resto de compañeros de la comisión, todos nuevos para mí. Al llegar a los campamentos de refugiados de Tindouf, en Argelia, donde toda la acción humanitaria internacional está desplegada y estrechamente confinada, nuestra escolta y fieles compañeros multidisciplinares saharauis nos esperaban para llevarnos en sus todoterrenos Toyota (modelo anacrónico) hasta la frontera de Argelia con el Sáhara Occidental, donde entraríamos en los Territorios Liberados.
Largo viaje
Pasada la frontera, no hay carretera, no hay ciudades, apenas hay nada, solo tierra áspera y seca con fugaces matojos y arbustos. Kilómetros y kilómetros de desierto a tu alrededor, este, oeste, norte y sur. La inmensidad de la estepa árida te hace sentir ínfimo y acongojado ante tal extensión, inviable para la vida que hasta entonces conocía.
Más de 10 horas de bamboleo, con numerosas paradas imponderables, entre pinchazos de neumáticos, espera del resto de la comitiva y sudores compartidos (sudor que no se te pegaba, pero tampoco llegaba nunca a secarse), inauguraron nuestro camino hacia Tifartiti. A pesar de que mi mente iba concienciada para casi todo, la interminable travesía por el desierto con déficit de agua, soportando un calor tortuoso que no dejaba tregua alguna, llegó a rozar mis límites personales.
Primer día de trabajo
Tras el primer día de intenso trabajo, con apenas cuatro horas de descanso en el cuerpo y la deshidratación a cuestas, viendo pacientes de forma continuada que llegaban de todas partes de la zona para ser asistidos por un equipo sanitario (enfermería, médicos de familia, pediatra, ginecóloga y dentistas) después de cuatro meses sin acceso a la sanidad, mi mente, apoyada por mi exhausto cuerpo, solo deseaba volver, y conté por primera y última vez los días que me quedaban de trabajo allí hasta regresar a casa.
Me dije a mí misma que no tenía ninguna necesidad de sufrir aquello por pura voluntad propia, pudiendo estar descansando de un año duro de entrenamientos y trabajo.
Solo necesité despertarme un día más sobre la cálida arena y ver las personas que se habían quedado toda la noche a las puertas del «hospital» para poder ser atendidos desde primera hora de la mañana, para darme cuenta de lo muy equivocada que estaba.
Comencé entonces a intentar formar parte de ellos, observando sus detalles y costumbres. La forma en la que hacían y servían el té, los vestidos (jalabas) de los hombres, los turbantes que te protegen del calor y arena del viento, los chalecos y guantes de lana que llevan las mujeres debajo de las melfas para que el sol ni las roce. Todo era tan diferente y a la vez similar en su raíz. Raíz que compartimos durante años, antes de que España traicionara a sus propios hermanos y los dejara a merced de la extorsión y el exilio.
Los saharauis no temen el desierto, no les pesa su ardiente sol y rudas tierras, no pueden odiar lo que siempre ha sido su hogar. Sin embargo, se sienten apátridas, obligados a pedir refugio porque alguien decidió un día que su hogar y sus recursos les pertenecía.
Odiosas comparaciones
No podía sentirme cansada porque ellos no desfallecen. No podía quejarme. Solo podía agradecer mi vida y mis circunstancias y extenuar mis fuerzas a pesar de que las horas de sueño brillasen por su ausencia.
Sin embargo, mi mente no dejaba de extrapolar historias, patologías y hacer comparaciones verdaderamente odiosas. La población saharaui padece en general los mismos problemas médicos que nosotros, pero, es tan sumamente escasa la asistencia sanitaria que reciben y, la que tienen, es de tan difícil acceso, que era incompresible para mí el ser testigo directo del valor de una vida en el «primer mundo», donde los recursos se despliegan rozando a veces el derroche, a la misma persona humana de «allí», con las mismas urgencias médicas, los cuales si tienen acceso a una pastilla para el dolor es de agradecer.
Y todo, ¿por qué? ¿por haber nacido en un lugar con menos recursos? ¿acaso uno puede elegir dónde nacer? ¿de verdad ese lugar tiene menos recursos, o es que otros se han apropiado de ellos para que algunos seamos los privilegiados en vez de los autóctonos? Quien pueda responder tales preguntas sin involucrarse moralmente que tire la primera piedra.
Complicidad del equipo
A pasos agigantados fui dejando de lado la sed insaciable, el bochorno perpetuo y el agotamiento físico, para llenarme de la complicidad del equipo que, sin apenas conocernos y haber trabajado nunca juntos, pusimos en marcha una asistencia sanitaria de calidad y eficiente. Las historias personales y problemas sanitarios de los pacientes te involucraban de lleno en el trabajo, creando una satisfacción interna que, a menudo, te sacaba una sonrisa cardíaca.
La recompensa continuaba al final del día cuando, entrada ya la noche, regresábamos al refugio para cenar todos juntos y la brisa te hacía olvidar que apenas acababas de poder lavarte y ya volvías a tener la espalda empapada en sudor. Pero es que esos 35ºC comparados con los 45-47ºC que se mantenían durante el día, eran pura gloria para el cuerpo.
Sin duda alguna quedarme dormida al aire libre (importándome poco el poder ser presa de escorpiones) sobre un austero pero cómodo colchón echado sobre la tierra caliente del desierto, mientras contemplaba el auténtico y majestuoso universo estrellado, fue una de las mejores sensaciones que he vivido hasta ahora.
Sáhara en el corazón
A las 6 de la mañana amanecía, el reloj aún no había sonado y yo me despertaba con una portentosa energía oculta hasta entonces, y es que nunca antes me había importado tan poco levantarme tan temprano.
En solo dos semanas el Sáhara conquistó mi corazón aburguesado. Su forma de vivir semi-nómada y el estilo de vida que conlleva es complemente diferente a todo cuanto nosotros conocemos.
Ellos, por imposiciones del guión o como legado de vida, son autosuficientes en el día a día en la mayoría de las actividades cotidianas. Pero sobre todo no están supeditados a un horario o ritmo de vida estrictamente marcado.
Comen, duermen y viven en función de sus necesidades, no tienen prisa por nada porque no son cautivos del tiempo, porque el sentido de su existencia es simplemente vivir en su más puro y auténtico significado. Sin embargo, por otra parte, el tiempo es desleal para ellos, porque viven enjaulados en un conflicto humanitario atemporal y estancado durante años, para el que a día de hoy sigue sin ser planteada solución alguna.
Más allá del muro, y no precisamente el de «Juego de Tronos», el tiempo está congelado para todos los saharauis.
De Tifariti a Meharies
Tras tres días en Tifariti continuamos nuestro descenso por la estepa hacia Meharies, donde realizaríamos la misma labor de montaje y preparación de las diferentes áreas clínicas y asistencia sanitaria durante otros tres días, los últimos antes de preparar la vuelta a casa.
Desde que se tornaba el regreso la melancolía se fue apoderando de mí. Para sorpresa de algunos, incluida yo misma, no quería volver. No tan pronto al menos. No quería regresar porque sabía que en cuanto llegase a casa, tiraría el agua que no estuviera suficientemente fría y cogería más de la nevera, volvería a ir al baño sentada en un trono, encendería el aire acondicionado ante cualquier pequeño sofoco y estaría atenta al primer sonido que chistase el móvil. Y es que, a pesar de todas las carencias que aparentemente pudiese tener allí y que en «mi mundo» rebosaban rozando el despilfarro, la sensación de no tener nada, pero de necesitar aún menos, creó en mí un sentimiento de paz interna desconocido hasta entonces.
¿Volveréis?
La pregunta que los compañeros veteranos y saharauis nos hacían a los novatos como yo, ya de vuelta a los suelos de terminales aéreas, era la típica: ¿Volveréis?
Esa misma pregunta ya se había formulado en mi cabeza desde el principio y había pasado por casi todas las posibles respuestas. Pero más allá de que la respuesta fuera un sí por decisión propia, es un sí por derecho propio de una causa más que justa.
Una causa justa
Ya estoy de nuevo en casa porque, afortunadamente, tengo una donde vivir (aunque sea la de mis padres). Podéis imaginar mi impresión al volver a mirar a mi sociedad: insulsa, anquilosada, hipócrita, ciega y anestesiada. Sin duda, el abismal contraste de nuestra sociedad acomodada y consumista fue un choque directo del que aún me repongo.
Desde entonces, sigo desvelándome por las noches, desubicada y traspuesta, creyendo estar en el desierto esperando a que amanezca para empezar un nuevo día de trabajo con el sol de compañero inseparable, hasta que recobro la consciencia y descubro que vuelvo a estar sobre una cama, en un dormitorio, con la botella de agua en una mesita de noche, con el mando del aire acondicionado al alcance de mi mano. Desde entonces continúo con mi pequeña aportación a una de las causas más loables y justas. Porque desde entonces no guardo silencio. Desde entonces hago resonar: «Por un Sáhara libre».