Es muy probable que esta carta que ahora lees haya perdido parte de su sentido, pero la escribo desde el inmediato dolor que me ha producido la muerte de José María (Íñigo), un gran profesional y mejor persona. Muy grande.
Hubo quien dijo de él que era distante, e incluso antipático. Erraba quien así pensaba, porque, ante todo, José María era entrañable, cercano, campechano, divertido y un cascarrabias gracioso. Esa distancia que podrían achacarle era, simplemente, timidez. Una cualidad, esta, que perdía en cuanto comparecía ante el público o se ponía delante de un micrófono o una cámara. Pocas personas, como José María, han sido tan buenas comunicadoras ni tan próximas, cualquiera que fuera la audiencia a la que estuviera dirigiéndose.
Algunos de los que leáis ahora estas líneas comprenderéis mis reticencias y evasivas a responderos cuando me preguntabais directamente si padecía alguna enfermedad. Siempre lo llevó con reserva, discreción y sigilo, y si él no quería que se supiera ningún derecho tenía yo a hacerlo público, ni siquiera íntimamente.
Compartimos muchas buenas comidas. No entendía el minimalismo gastronómico por muy maximalista que fuera la técnica empleada en la preparación de un plato. Donde estuvieran un chuletón, un plato de cuchara o unos chipirones… En el vino era selectivo, adoraba el champán, el Ruinart Rosé, especialmente. El tabaco no le gustaba, aun así llegamos a compartir algún que otro habano para alargar la charla. Porque, por encima de todo, lo mejor de José María era la conversación. Compartimos largas sobremesas, hablando del bien y el mal, de política y música, de la (su muy querida) familia o (puf) de la profesión. Y como era un manantial de anécdotas graciosas, algunas hasta surrealistas –su etapa de domador de leones junto a De la Quadra Salcedo en el circo de Ángel Cristo, su miedo a ponerse delante de un morlaco cuando ejerció de torero o su condición de homeless en un comedor social de Düsseldorf en un festival de Eurovisión–, no era extraño que se escapase una carcajada. Aunque miedo, miedo el que tenía al dentista: «Cierro los ojos y me llevan de la mano al sillón», me decía.
Se nos quedó pendiente el bacalao portugués a la brasa que ya nunca podremos compartir en casa. Al final, esas son las cosas que más duelen, las que no has podido llevar a cabo con las personas que aprecias. Sobrellevó con entereza los años difíciles en que parecía no existir profesionalmente, hasta que, afortunadamente para todos, su buena y gran amiga Pepa Fernández le recuperó para su programa Hoy no es un día cualquiera.
Hoy, cuando escribo esto, desgraciadamente, no es un día cualquiera. Es un día más triste y más gris –luce el sol– que otro cualquiera. Siempre tendré presente el honor que supuso para Gaceta Dental contar con José María como presentador en la ceremonia de entrega de nuestros premios durante las últimas cinco ediciones. Fue un honor y un auténtico placer disfrutar de su presencia.
Aunque ahora me invade mucha tristeza, me quedo con esas confidencias que compartimos en nuestros periódicos encuentros; las más de las veces ante una buena comida. ¡Qué grande has sido, José María!