Se acaban de conmemorar los 400 años de la muerte de Miguel de Cervantes, un personaje al que los españoles le debemos, como poco, el que internacionalmente se nos tenga muy en cuenta en el terreno cultural, especialmente en lo tocante a la creación literaria. Que don Quijote es un personaje único, irrepetible en el mundo de las letras da idea el haber sido objeto de infinidad de estudios, análisis, trabajos, ensayos e investigaciones en todos los idiomas habidos y por haber y, también, origen de sustantivos como el que define al hombre que antepone sus ideales a su provecho o conveniencia y actúa de forma desinteresada y comprometida en defensa de causas que considera justas –quijotesa en su aplicación femenina–, además de sinónimo de altruismo, caballerosidad o idealismo, pero con un plus porque en un solo término, quijotismo, reúne todas esas cualidades, y aun añade las de desprendimiento, largueza y generosidad.
Se hace difícil comprender el poco interés que despierta entre los españoles esta grandiosa novela, considerada por muchos denostadores, en el mejor de los casos, como un rollo, un ladrillo, un peñazo de lectura insoportable. Para otros, decir públicamente que se divierten con las aventuras del hidalgo manchego supone, a los ojos de los demás, poco menos que un acto de pedantería y pretenciosidad rayano en la soberbia y la falsedad. No digamos ya si esa especie de alienígena se confiesa reincidente en tal lectura.
Habría que analizar en qué se ha fallado para llegar a esta situación, penosa realidad, por cierto. Tal vez haya tenido mucho que ver la obligatoriedad de abordar el libro en edad temprana por exigencias escolares. Pero, ¿no es lo que también ocurre con Shakespeare en las school angloparlantes? Y sin embargo se hinchan a hacer películas y adaptaciones televisivas de todas las tragedias del de Stratford mientras que, aquí, al complutense lo tenemos en ayunas.
Puede, también, que el lenguaje utilizado sea poco atractivo, por sus muchos términos en desuso, pero no lo es menos que el de don Wiliam; además, eso ya no es un argumento válido desde que Andrés Trapiello ha adaptado las andanzas del Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero Sancho Zancas, o Panza, al castellano actual (Destino, 2015; 23,95€).
Es cierto que hay que tirar bastante de diccionario para dar el sentido exacto a palabras como tuerto –que no entuerto–, fendiente, hético, aljamía, capellina, matalotaje, pésete, gurapas, vestiglo, añascar o neguijón. Pero eso permite enriquecer el vocabulario y darse de bruces con términos relacionados con nuestros asuntos diarios, como el último de la relación anterior, íntimamente ligado a la Odontología, o sea, a los sacamuelas de cuando don Miguel, péndola en mano, manchaba de tinta los pergaminos con lo que el magín le dictaba; porque un «diente comido de neguijón» no es otra cosa que una pieza dental con caries.
Sé que en otras ocasiones –y esta no será la última– he llenado estas cartas con referencias a don Quijote –lo que ha permitido que más de uno me haya dado en cara–, pero no creo que por eso me haga merecedor de ser tachado de pedante o pomposo. Más bien es la demostración de la debilidad que me produce la lectura de las andanzas del Caballero de los Leones. Y nada hay de malo en querer transmitir la pasión por algo tan simple como la lectura de un libro escrito en un lenguaje que –como dicen los más reputados cervantistas– supuso el nacimiento y la consagración de la novela realista.
Este 2016 es un buen año para conocer, o reconocer, las vivencias de este anacrónico caballero andante «desfacedor de agravios y sinrazones». No es tan difícil. Se consigue, como todo, poco a poco: tacita a tacita en el caso del café Monky; visita a visita, por una dentadura sana; partido a partido, dixit Simeone, o capítulo a capítulo, en tratándose de Don Quijote. Propóntelo, verás como logras terminar su lectura, y encima te divertirás.
Que ansí sea y a Dios prazga se produzca tan buen suceso, amigo lector.