Cada año son más de 50.000 los españoles que atraviesan la frontera en busca de trabajo, rememorando a la generación de 1960, cuando los cambios estructurales en la economía de la España de entonces obligaban a millones de personas a abandonar el campo camino de la ciudad con intención de colarse en la plantilla de alguna de las pocas fábricas existentes. Mano de obra falta de cualificación alguna, barata, necesitada y resentida. Así es que el gobierno de la época se apresuró a buscar acuerdos con países urgidos de brazos para su floreciente industria, como Alemania o Suiza, que entre 1962 y 1974 coparon casi el 75% de la oferta salida mayoritariamente desde las provincias de Galicia y Andalucía: dos millones de obreros (productores, según la terminología a la sazón) de los cuales el 73% procedía del campo, y el 80% era analfabeto.
Hoy, en la década de los 10 del siglo XXI, ese flujo migratorio desde España a otros países, europeos y no europeos –Estados Unidos, Canadá y Australia también figuran entre los destinos–, es decir, quienes hacen las maletas para buscarse las lentejas fuera de casa son, en buena parte, titulados superiores y/o mano de obra cualificada: ingenieros, arquitectos, químicos, médicos, enfermeros y dentistas… muchos dentistas. Un chollo para los países receptores, que se ahorran la formación de profesionales. Apenas unos meses de clases para que el recién llegado aprenda el alemán mientras se aclimata a las costumbres de la nueva residencia y, alehop, ya tenemos un dentista hispano-alemán hecho y derecho.
Resulta desesperanzador que jóvenes como Álvaro, Andrea, Jaime o Baoluo contemplen su huida a otro país en busca y captura de trabajo incluso desde antes de terminar la carrera. Estos cuatro jóvenes estudiantes de Odontología, participantes en un desayuno de trabajo [ver página 72] en el que nos hacen partícipes de sus inquietudes educativas de hoy y profesionales de mañana, paralelamente a sus estudios en la facultad dedican tiempo a husmear y pesquisar sobre las posibilidades laborales externas para ejercer aquello en que se han preparado. Todo antes que engrosar esas tétricas y siniestras cifras estadísticas del paro en las que figuran la mitad de los jóvenes españoles.
Y, una vez más, por ser españoles, competirán en desventaja con sus colegas de otros países emisores de mano de obra, porque mientras portugueses o griegos tienen la posibilidad de presentarse con un título de especialidad bajo el brazo, los egresados de nuestras facultades [muchas, tal vez demasiadas facultades, por otra parte] lo harán a calzón quitado, con lo puesto, sin posibilidad de que sus estudios de postgrado les proporcionen la categoría de especialista, porque su país, España, es el único europeo, salvando Luxemburgo, que carece de esa titulación. ¡Ya está bien! ¿Cuándo van a tomarse en serio nuestras autoridades el tema de las especialidades odontológicas?
Desconozo si el tema de la emigración sirve de base al folklore, el cine o la monumentalidad en otros países, que seguro que sí, pero dudo que en la misma medida que el nuestro. Hay monumentos al emigrante, o a la madre del emigrante, en infinidad de ciudades y pueblos: Vigo y A Lama (Pontevedra), Garachico (Tenerife), Lopera y Benatae (Jaén), Ceutí (Murcia), Garabandal (Cantabria), Gijón (Asturias), O Carballiño (Orense), Luaces (Lugo) o La Garita (Gran Canaria) son solo unos ejemplos. Pero también tenemos películas al respecto, en tono de comedia, eso sí, como Vente a Alemania, Pepe, referente del landismo de principios de los setenta, o la emocional canción de Juanito Valderrama El emigrante, de la que nunca entendí que quisiera tener una novia desdentada (“tengo que hacer un rosario con tus dientes de marfil”, cantaba el hombre). Son otros tiempos, ahora no se llevan los escapularios y solo se extraen los dientes cuando no queda más remedio; pero no tan distintos: seguimos exportando mano de obra, ahora, para más inri, joven y formada.