Que Allah te mande a la hammada!» Y allí nos encontrábamos todos en dirección a la mayor hammada del mundo. Es como se denomina al árido desierto pedregoso, a diferencia del erg que es la región arenosa. Es una maldición popular en el Sahara Occidental cuando se desea el peor de los infiernos a alguien. Y cómo de irónica es la vida que todo el pueblo saharaui ha acabado arrinconado en ella.
Junto con Ana, la bailarina, y la luna nueva, un lunes 20 de abril, el primer equipo de Sahara4x4Solidario salió de Madrid hacia el puerto de Alicante con los vehículos que una semana antes habíamos estado cargando de medicamentos, material, equipo e instrumental odontológico y escolar junto con un balón de fútbol, camisetas y alimentos no perecederos (destacaremos un saco de garbanzos que luego allá por donde fuéramos nadie quiso, ya que se requería mucha agua y tiempo para ablandar). Aquel día de carga y descarga conocí a Almeida, promotor y coordinador de todo este proyecto, y a Jalisco, el doctor de los motores. Del puerto de Alicante llegarían en barco a Orán, en Argelia, y de allí comenzarían su viaje africano en 4×4 hacia los campamentos de refugiados saharauis de Tindouf, donde nos reencontraríamos.
Nosotros, el equipo de salud dental de los Territorios Liberados del Sahara Occidental de DentalCoop, salíamos el viernes 24 de abril. Mis conocimientos y mis manos, que Madrid se empeñaba en poner a saldo, ya estaban metidos en la mochila.
Un mes y medio antes me reuní con el Dr. Ignacio Calatayud, el director del proyecto. En aquella reunión me mostró fotos, me ilustró en mapas el viaje que se pretendía hacer hasta Mijek (al sur de los Territorios Liberados, a más de 800 km. de los campamentos de refugiados), las opciones que teníamos, las circunstancias en las que trabajaríamos, y los posibles riesgos. Trataba de que me uniera al equipo, intentando disipar cualquier duda que pudiera tener. Sería mi primera experiencia en cooperación e Ignacio me había preparado prácticamente una conferencia. Le miraba con una sonrisilla entre atenta y perpleja. En mi corazón no había miedo.
Los nervios de mi madre se apaciguaron cuando vio en el globo terráqueo del salón que Tindouf estaba aproximadamente en la misma latitud que las Islas Canarias, y el resto del viaje parecía que perdía importancia. Mis amigos y mi familia no intentaron ni por un momento disuadirme porque me conocían. Me observaban proceder y con una tranqulidad pasmosa preparé la mochila que me habían donado mis hermanos para la causa. Hacía dos años que no cogía un avión y las dos últimas veces fueron en circunstancias personales muy difíciles. No sentía ni la emoción de la anticipación del comienzo de una nueva aventura. Había dejado los asuntos en relativo orden. Estaba en paz con la vida. La gente que amaba, sabía que la amaba como siempre lo habían sabido.
Rumbo a Mijek
Quedamos a las 10:00 hs. en el aeropuerto para repartirnos en el equipaje a facturar el material de donaciones de última hora que Nayi había reunido con mucho tesón y trabajo.
Mi buen amigo Marijuán, que hizo una donación a la causa, se ofreció además a llevarme al aeropuerto. Una vez allí conocí al resto del equipo odontológico: Nayi, odontóloga de procedencia dominicana y de raíces libanesas, arábigas y españolas; Syra, una estudiante de Odontología higienista-técnico protésico saharaui formada en España, y Juanma, un odontólogo de Cartagena, viejo amigo y compañero de Ignacio con el que se reencontraba tras un par de décadas.
Compartimos el viaje hasta Tindouf con Yslem, un famoso rapero saharaui, que se dirigía a los campamentos para participar en el festival internacional de cine FiSahara. Sus letras estaban cargadas de optimismo y sus palabras contenían la lucidez madura de un profundo conocimiento del mundo. Allí radicaba su lucha y compromiso con su pueblo.
Quizá nos conocemos de otras vidas, pero en ésta todos compartíamos risas y una causa.
No sabía realmente cómo el destino me había llevado hasta allí pero me hallaba sobrevolando el desierto en mitad de la noche. No lo veía, pero lo sentía… El desierto estaba calmo y solo se oía el runrún del motor del avión.
Abba, dentista saharaui y coordinador del proyecto por parte del Ministerio de Salud, nos recibió en Tindouf para llevarnos a Rabouni, la capital administrativa de los campamentos de refugiados.
La caravana que formamos estaba lista la tarde siguiente para partir hacia Mijek, pasando a mitad de camino por Tifariti para recoger y dejar material en el hospital Navarra, donde el equipo de DentalCoop y Sahara4x4Solidario había instalado el año anterior una clínica dental completa. Al salir íbamos por una carretera asfaltada que pronto dejamos atrás.
Desierto infinito
Lo increíble del desierto es que tiene un viento salvaje, un sol abrasador, una arena que penetra en lo más recóndito, y un infinito que no se puede captar con palabras o con ninguna foto. Y estábamos en aquel mar esperando la próxima gran ola que nos hiciera poner al vuelo las cuatro ruedas o rebotar nuestras cabezas contra el techo de los todoterrenos.
Por el camino siempre ocurrían repentinas paradas para cortar ramas secas de los escasos árboles y conseguir algo de leña para poder pasar la noche.
Cuando al caer la tarde advertíamos que una hoguera incendiaba el horizonte por el oeste, no cabía más opción que pasar la noche a la intemperie.
Este pueblo está tan organizado y adaptado a su medio, que observamos anonadados cómo nueve hombres del desierto fueron capaces en hora y media de sacrificar un cabrito en dirección a La Meca; desmembrarlo y descuartizarlo; encender tres fuegos de distintos tamaños, uno para la olla, otro para la parrilla de pinchos morunos de carne y vísceras de camello (dromedario), y las brasas para la tetera; barrer y enmoquetar el desierto; hornear pan en la arena; preparar el té ceremoniosamente; y, por último, cenar y lavar los platos con arena.
Reparé en que a mí me gustaba el primer té que es amargo como la vida, a los saharauis les gustaba el segundo que es dulce como el amor, y a los nazaranis (cristianos) el tercero, que es suave como la muerte.
Aquella noche se imprimió en mi retina la Vía Láctea y en mi cuerpo el mapa orográfico del suelo donde dormí. Nos despertábamos con el alba mientras el rocío matutino comenzaba a posarse sobre nosotros. Desayunábamos rápido para huir del sol… que siempre acababa por alcanzarnos.
Unos, como Ignacio y Ana con factor 110 estaban dejándose literalmente la piel por la causa, otros tenían la piel ya curtida, y yo, a diferencia de ellos, sabía que no había que dejarse nada por el camino para poder permanecer en pie, al pie del cañón.
Allí, para todos se había detenido el tiempo y solo existíamos en aquel limbo: nuestras vidas durante unas semanas y la de los saharauis desde hace 40 años. El desierto era mi limbo hacia lo desconocido dejando atrás lo muerto. No importaba de dónde veníamos sino a dónde íbamos, y la espera. Una espera, un anhelo que se hacía perpetuo.
El paisaje cambiante del desierto y los rebaños de camellos de los pastores mauritanos se sucedían.
Antes de llegar a Tifariti hubo trayectos muy llanos donde íbamos en línea recta hacia el oeste a más de 80 km/h. cuando la media era de 50. Continuamos nuestro camino a Meheriz. A la llegada visitamos su hospital, con muy pocos recursos pero en funcionamiento. Percibiendo que el sol se ponía, subimos a lo alto de su montículo de rocas, y allí se erigían cuatro mujeres del desierto cuyas melenas ondeaban la bandera del viento y catorce hombres del desierto firmes como las convicciones escritas en aquellas rocas.
Pasamos la noche en el cuartel de Meheriz. Y a la mañana siguiente nos dirigíamos hacia el borde del mundo entre aquellas cuatro paredes de colores pastel y espejismos de campos de arroz. Parecíamos caballos salvajes cabalgando desbocados prorrumpiendo en la aridez del infierno. Cruzamos el paso que vigilaban el león Agzumal y la leona Tagzumal, ambos azul oscuro casi negro. Escogimos un camino de diamantes. Descendíamos hacia el sur, y Ana, Almeida, Ignacio, Jalisco y Juanma se sentían dueños del mundo al control de sus caballos. Eran libres.
A veces, en el Sahara se aplica la regla de que el camino recto no siempre es el más corto o el más fácil. Sí, íbamos zigzagueando en territorio yermo y llano para poder cruzar las dunas. Cada una de las veces que los vehículos se clavaron en la arena debíamos bajarnos para empujar bajo aquel tórrido calor.
Finalmente, llegamos a Mijek. En el Centro de Protocolo, donde nos alojaríamos, el agua que usábamos para ducharnos, la usábamos también para lavar nuestras ropas, y esta misma la reutilizábamos para el retrete. Escaseaba.
Odontología en el desierto
Ya en el centro de salud, en un cuarto de adobe de 4 m2. y tres pequeñas ventanas, improvisamos una clínica dental de dos camillas articuladas y dos sillas. A una de las camillas le acoplamos un módulo con turbina y aire conectado a un compresor de pintor, y a eso lo llamamos departamento de Conservadora. Una de las sillas era el departamento de Periodoncia. Y otras tres sillas con cubas eran la zona de desinfección. Organizamos el material, el equipamiento y los medicamentos. Dejamos todo listo para pasar consulta al día siguiente.
El Chej (coordinador del Ministerio de Salud saharaui) tenía las funciones de recepción y coordinador de pacientes (y estadístico y traductor y etc.). Salek, el médico saharaui que venía con nosotros en la caravana, pasó consulta en una caseta-habitación contigua a la nuestra. Nayi y Syra visitaron la escuela el primer día para dar una charla de prevención.
Mijek no era precisamente una metrópoli, los pacientes acudían desde muy lejos. Normalmente para poder acceder a algún servicio odontológico era necesario hacer el viaje por el desierto hasta los campamentos. No llegaba personal sanitario a Mijek desde hacía… demasiado.
Es una realidad diferente. Bocas diferentes. Caries diferentes. Fluorosis por el agua. Raigones/dientes con quistes. Infecciones crónicas con historial de tormentos que se remontaban a décadas.
En mi primera obturación en el desierto, me di cuenta de la enorme limitación que suponía trabajar sin aspiración, refrigeración y agua corriente. Pero allí procedíamos así: una vez detectado el problema se escondía detrás una genial solución. Y aprendí a pasos agigantados, junto a mis compañeros veteranos en cooperación, a usar vías alternativas para mantener los parámetros necesarios. Pese a ser la primera vez que trabajamos en equipo, estábamos perfectamente coordinados. Fue un gran placer trabajar con grandes profesionales de la Odontología.
Cuando no estaba haciendo extracciones, estaba auxiliando a algún compañero, haciendo triaje de pacientes, o limpiando bateas. Aprendí las palabras saharauis básicas para la consulta. Mis amigos no me creen, piensan que las aprendí en situaciones eróticas.
Solo pudimos ver a los niños un día de consulta y todos iban al dentista por primera vez en su vida, todos con mucha patología, así que priorizamos los dientes permanentes con caries simples.
Trabajando a 50º
Había tanto trabajo que, pronto, Mohammed, el chófer, se puso los guantes para colaborar, limpiando las camillas entre paciente y paciente; incluso aprendió la secuencia de desinfección de instrumental. Al segundo día, todos ellos, aunque no fueran personal sanitario, ya daban de corrido las instrucciones postextracción en hassanía, el idioma saharaui. Cuando llegaba el mediodía, llamaradas de fuego entraban por las ventanas, llegamos a trabajar totalmente deshidratados con una temperatura alrededor de los 50ºC., pero de allí no nos íbamos sin haber atendido a cada uno de los pacientes.
Uno de los días revisé a Houmeini, el chófer de l’Ambulance de la Media Luna Roja, al que siempre le veía manteniendo su higiene oral con el mishouak que les proporcionaba el desierto. Se trataba de una ramita seca de unos 10 cm. de largo con los extremos despeluchados con la que frotaban todas las caras de los dientes. Una costumbre ancestral en su familia. Uno de los dentistas de Rabouni, Ahmed, me comentó que el mishouak era efectivo, pero que era necesario suplementarlo con el uso del cepillo dental ya que no llegaba a los tejidos blandos. Houmeini tenía una boca libre de caries e infecciones. Nuestra labor sería la de promover la higiene oral dentro de sus rutinas.
Dimos cepillos, pastas y charlas, tanto diurnas como nocturnas, de higiene oral a los pacientes y, sobre todo más importante, a las madres, al profesor de la escuela, al personal sanitario y a los niños.
El Sahara se le hacía muy duro a José Luis, el arquitecto jubilado que nos acompañaba, hasta que Syra, de generoso y empático corazón saharaui, le invistió con un turbante caqui en Tifariti. Él iba en la expedición en calidad de reconocimiento de necesidades y me relataba con frustración e ironía: «He hecho 3.250 Km. desde Madrid hasta aquí (con la caravana por tierra y mar), para arreglar dos puertas de madera, una de ellas del despacho del jefe de la región, pero me encuentro que no tenemos clavos». Al día siguiente, encontraron. Para nosotros, José Luis también tuvo una función de control de calidad. Se relacionaba con la población y la encuestaba. Se maravillaba por la clínica que habíamos montado de la nada y de toda la labor que realizábamos. La gente de Mijek estaba muy agradecida, tanto que nos regalaron una melhfa (vestido saharaui) para cada una.
Ibrahimi, que nos recibió en el centro, se nos presentó con una casaca blanca como «el ayudante del ayudante del enfermero». Al día siguiente iba con un uniforme militar y le preguntamos que si lo era; y nos dijo que sí cuando debía tratar con ellos y que mañana, como venían los niños, se afeitaría el bigote. Ibrahimi ya el primer día me ofreció matrimonio por 40 camellos, pero le pedí camellas que eran mucho más valiosas y me respondió que solo regalaría una a Ignacio. Con el paso del tiempo fue mejorando su oferta y nuestro último día de consulta se postró frente a mí ofreciéndome un anillo de matrices y 4.000 camellos. La petición se tornó seria y en aquel momento se interpuso Juanma entre nosotros, que espetó que yo era suya.
Mi momento favorito del día era cuando me subía junto a mi equipo a aquella furgoneta que nos llevaba desierto a través para ir a trabajar o al volver del trabajo para descansar. Salir de la consulta y estar en el desierto. Salir de casa y estar en el desierto.
Pasamos noches medicinales en la azotea del Centro de Protocolo de Mijek, con sabor a ron-miel, que invitaban a compartir. Nunca supimos quién se despertaba primero, pero siempre era al alba. Los despertadores y relojes anónimos andaban locos con todos los cambios de huso horario que habíamos padecido.
Recuerdo que en Mauritania la última noche bajo las estrellas, alrededor de la comida, reconocieron en mí a una hermana con corazón de camello. Todos formábamos una amalgama donde cada componente era imprescindible. Si no hubiera sido por la labor de cada una de esas personas, nada de esto hubiera sido posible, o hubiéramos muerto una y mil veces. Esa es la verdadera fuerza de este Pueblo.
Creo que nadie quiso pensarlo demasiado, pero nuestra vuelta a Rabouni se trató casi de un milagro. El Mitsubishi ya comenzó el viaje con una gotera en el depósito que no conseguíamos localizar e iba soltando gasolina. A la vuelta, en Tifariti, tuvimos que pasar aire a una de sus ruedas. Pero en Birlehlu ya se quedó sin aire definitivamente y hubo que cambiarla. Su rueda delantera derecha iba suelta y no funcionaba la tracción, por lo que iba solo con las dos ruedas traseras como motrices. Ahora tenía sentido que entraran en la arena a tales velocidades para poder salir de ella. Además, la rueda trasera izquierda tenía el silentblock de la suspensión roto, así que se movía de delante a atrás y no se quedaba fija. El Mitsu bailaba una bachata con la hammada.
Por otra parte, que al Patrol de tres puertas se le atascara el asiento delantero derecho produciendo claustrofobia en nosotros era lo de menos; pinchamos una rueda en el camino de ida y habíamos ido con la de repuesto desde entonces, y ¡qué sorpresa! que en medio de la más absoluta nada no encontráramos ninguna para sustituirla.
Se nos acababan las provisiones, el agua y la gasolina. Y nuestros escoltas estaban en máxima alerta.
A pesar de todo, nuestros amigos saharauis y todos nosotros éramos capaces de encontrar la alegría en corretear detrás de los lagartos, el romanticismo en las tormentas de arena y la lectura de petroglifos en Sluguilla. Éramos capaces de perdernos en lo enigmático de los cuentos negros de aquel pueblo en los almuerzos bajo la sombra de una talja (acacia del desierto) y de encontrar el silencio en la incomprensión y el sinsentido en la existencia de aquel vergonzoso muro que divide el Sahara Occidental, por el que pasábamos muy próximos. Allí, mi mirada tornó a Syra y a Salek y entonces comprendí aquel brillo perenne en los ojos de nuestros hermanos saharauis.
De vuelta en Rabouni, el ministro de Salud Pública de la República Árabe Saharaui Democrática y su comitiva nos recibían muy agradecidos esperando el reporte de nuestra expedición.
Y al día siguiente tocaba formación a odontólogos saharauis: charla y sesión clínica de anestesia. Y más pacientes.
Tras la visita a los campamentos de Smara, nuestro último atardecer en aquellas tierras, el sol amelocotonado desaparecía tras la calima del horizonte.
Vuelta a casa
Sabía que la cooperación y el desierto me habían estado llamando por separado desde hacía más de una década, pero la vida pasó haciéndome ignorar hasta el latido de mi propio corazón, y ahora me pregunto ¿por qué no lo había hecho antes?
Éramos conscientes de que el trabajo que realizamos allí fue equivalente a pasar la aspiradora en el desierto y que por aquel entonces no había suficientes filtros. A pesar de ello, sentimos que para aquellas personas había marcado una pequeña diferencia en sus vidas.
Ya de vuelta en casa, me readaptaba a la vida en Madrid, disfrutando del milagro de las frutas y las verduras. Me creía que a mediados del mes de mayo hacía frío en Madrid pese al frente de calor proveniente del Sahara que nos acompañó a casa. Y, pensaba en la realidad de aquel paciente de Mijek al cual solo pude mandar antibióticos: pensaba en el trabajo no terminado que dejaba atrás.
Todo el surrealismo que rodeaba ese místico lugar me hace creer que estuve viviendo un sueño.
Iba al desierto y buscaba una bala fortuita, una avería en medio de la nada o el ataque de un temperamental dromedario. Sin embargo, allí descubrí algo que quizá siempre había sabido, que era una Mujer del Desierto.
Shi, Mujer del Desierto.