De forma recurrente, en los medios de comunicación aparecen noticias relacionadas con demandas o denuncias presentadas contra médicos, clínicas y hospitales.
Del mismo modo, con cierta reiteración, en la prensa podemos encontrar titulares en los que se dice que las reclamaciones médicas han aumentado. Dando por supuesto que tales titulares dicen la verdad (aunque se trate de una verdad relativa que depende de los datos que se tomen como referencia), una de las razones, entre otras, de que así suceda es por el mayor nivel de concienciación que los pacientes y los usuarios de la sanidad tienen ahora por comparación con el que tenían en épocas anteriores. No dudo que las películas norteamericanas han tenido que ver en ello, como en otras muchas cosas más, auque mi opinión es que tal nivel de concienciación se debe fundamentalmente a la labor de información que vienen realizando los poderes públicos desde hace más de una década. El ciudadano cada día es más consciente de sus derechos y reclama siempre que considera que la razón o el Derecho le asisten.
Sin embargo, no todas las demandas que se presentan están bien formuladas. Que el paciente no recupere su salud o que durante la intervención puedan sobrevenir complicaciones no significa necesariamente que sea culpa del médico o del hospital. La medicina no es una ciencia exacta, cada persona es diferente y la fatalidad también existe. A lo único a que se puede obligar al médico o al hospital es a prestar la atención al paciente que sea adecuada respecto del nivel de conocimientos científicos y técnicos que exista en el momento en que se realice el concreto acto médico de que se trate y que tanto uno como el otro desarrollen su actividad con toda la diligencia que el caso requiera. La obligación del médico y del hospital no es que en todo caso se cure el enfermo. Existen enfermedades crónicas o terminales respecto de las cuales lo único que puede proporcionar la medicina son cuidados paliativos. De manera que, antes de presentar cualquier demanda o reclamación por una supuesta negligencia médica lo que se ha de comprobar es cuál ha sido verdaderamente la causa de la complicación. Para que surja la responsabilidad es necesario que se pueda establecer una relación de causa-efecto entre el acto médico y la complicación sufrida por el paciente. Cuando no sea así, el paciente podrá seguir enfermo o incluso llegar a morir (como al fin y al cabo lo haremos todos), pero el médico, el hospital ni su seguro estarán obligados a indemnizar. Se pueden producir errores, nadie está a salvo de cometerlos; pero hay que acabar con la sensación de persecución que afecta a muchos médicos. Iniciar una intervención difícil bajo la presión de poder ser demandado si todo no sale a pedir de boca (nunca mejor dicho en un artículo como este) del paciente no es recomendable para éste ni para el facultativo. Someter a incómodos y costosísimos medios de diagnóstico al enfermo (muchas veces innecesarios) sólo para que ningún juez pueda decir que no se utilizaron todos los recursos disponibles es lo que se llama en términos coloquiales “medicina defensiva”. Pero no es buena para nadie, ni siquiera para el paciente.
Llevo algunos años dedicado al estudio de esta cuestión. He tenido oportunidad de dar conferencias en las que el público han sido odontólogos, anestesistas, oftalmólogos, médicos de atención primaria, gerentes de clínicas de todo tipo, representantes de compañías de seguros, enfermeros, abogados, jueces, etc., y la sensación que aflora en todos los casos es que el facultativo cada día se encuentra más acosado y que cada vez existen menos razones que aconsejen a un joven estudiante a escoger la medicina como profesión. Las guardias, los turnos inhumanos, el intrusismo, una remuneración no suficientemente adecuada a la responsabilidad que se debe asumir, el elevado precio de las primas de los seguros, pero sobre todo el miedo a que a pesar de haber hecho todo lo posible para mejorar la salud del paciente pueda verse envuelto en un enredo procesal que, como mínimo, le va a costar más de un quebradero de cabeza son razones poderosas que quitan la vocación al más pintado.
Como decía más arriba, no dudo de que existan motivos de carácter cultural que estén influyendo en el aumento de la litigiosidad sanitaria. La creencia de que la ciencia todo lo puede y de que hemos llegado a un nivel de conocimientos técnicos tan avanzado que ya no estamos en manos de Dios o de la naturaleza sino del profesional que nos atiende lleva a algunas personas a pensar poco menos que son inmortales y que si por alguna causa sobreviene el desenlace fatal o simplemente se producen complicaciones ha debido ser culpa de alguien. Por otra parte, la extensión del principio de que el que paga (ya sea directamente o por medio de sus impuestos) siempre tiene razón lleva a los pacientes o a sus herederos a reclamar en muchos casos de manera injustificada. Los jueces y tribunales, que no son ajenos completamente a las influencias sociales, se han visto contagiados por esta tendencia lo que les ha llevado, en ocasiones, a consagrar doctrinas que chocan frontalmente con los principios jurídicamente establecidos desde hace mucho tiempo. Dos de estas doctrinas, a cual de ellas menos justificada a la luz de los principios de la ciencia jurídica tradicional, son las siguientes:
a) Por una parte la clasificación bimembre que distingue entre medicina curativa o asistencial y medicina satisfactiva.
b) Por la otra la teoría de la “res ipsa loquitur”, que, como es sabido, en latín significa algo así como que la cosa lo dice por sí misma.
La primera de estas doctrinas jurisprudenciales arranca de una sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 25 de abril de 1994, de la que fue ponente el Excmo. Sr. Don Luis Martínez Calcerrada, quien tan satisfecho quedó con su sentencia que al poco tiempo publicó un breve opúsculo relacionado con la responsabilidad sanitaria. Esta resolución trata sobre la operación de vasectomía a la que se sometió un funcionario del Ayuntamiento de Badajoz que para no tener más descendencia se puso en manos de su urólogo. Lamentablemente, al poco tiempo de realizada la intervención, la esposa del funcionario quedó embarazada, con la consiguiente sorpresa de ambos. Disipadas las correspondientes dudas en relación con la paternidad, el funcionario de Badajoz decidió demandar a su urólogo por negligencia profesional. Como no se trata de describir toda la trama procesal del asunto, concluiré diciendo que el Supremo terminó condenando al facultativo a pesar de que en los hechos probados que se relatan en la sentencia se afirma que la intervención fue realizada de acuerdo con la “lex artis ad hoc” y que no hubo error ni negligencia por parte del facultativo. La “ratio decidendi” de la sentencia se apoya en un argumento que a juicio del tribunal debe ser tenido en consideración: cuando el funcionario acudió a la consulta del facultativo aquél no era un paciente, pues en verdad no estaba enfermo, lo que pactó con el urólogo fue su esterilización, la cual no obstante se ha producido, aunque habiéndose omitido un deber de información imprescindible.
En efecto, la intervención se realizó de forma correcta y el funcionario había resultado esterilizado, pero como no se le había informado de que la esterilidad no es inmediata a la intervención pues en los conductos seminíferos pueden quedar restos capaces de fecundar el óvulo de la mujer, a pesar de que todo había sido realizado correctamente había que encontrar algún tipo de argumento jurídico (sic) que permitiera hacer justicia y de este modo conceder una indemnización al demandante.
El argumento en cuestión fue el siguiente: el acto médico al que fue sometido el funcionario de Badajoz no se corresponde con el modo habitual de ejercer la medicina. Se trata de un tipo de acto en que el paciente busca una satisfacción personal, guiado por motivos que no tienen que ver, en sentido estricto, con la sanación de una enfermedad (de hecho lo correcto no es llamarle paciente, sino cliente, puesto que no está enfermo). A esta clase de actos se adscriben los relacionados con la cirugía estética y otros, como el enjuiciado en la sentencia, en el que lo que se pretende no es curar una enfermedad sino hacer que un órgano sano deje de realizar la función para la que está destinado (ejemplo, vasectomía, ligadura de trompas de Falopio, etc.).
No digo que con esta sentencia se pretendiera cometer una injusticia, sino todo lo contrario. El problema es que tratando de resolver un caso concreto se estableció una doctrina que después se ha aplicado a supuestos que nada o muy poco tienen que ver con el que acabo de describir.
La sobrecarga de trabajo, la pereza, la simplificación de los razonamientos, la poca habilidad de algunos abogados, el excusarse de pensar aplicando razonamientos que han sido elaborados por otros nos ha conducido a que actualmente se siga aceptando la clasificación bimembre y, a mi parecer, injusta que se estableció en la sentencia de 25 de abril de 1994. Las características que vendrían a determinar la medicina satisfactiva, según esta jurisprudencia, son las siguientes: 1.ª La obligación asumida por el facultativo es de resultado, lo cual significa que si tal resultado no se produce el médico deberá indemnizar al paciente. 2.ª En conexión con lo anterior, el contrato celebrado entre las partes es de obra. 3.ª El tipo de responsabilidad asumido por el facultativo es de naturaleza objetiva, lo cual supone que no hace falta probar su culpa o falta de diligencia. 4.ª La carga de la prueba de que no hubo ningún error, dolo o imprudencia corresponde al médico, no al paciente. 5.ª El acto médico se presume causa del eventual daño producido al paciente. 6.ª El deber de información del facultativo al paciente está reforzado respecto de los modos de ejercer la medicina.
Para comprobar la importancia y repercusión de esta doctrina jurisprudencia basta con comparar estas notas con sus opuestas que son propias de la medicina curativa o asistencial: 1.ª La obligación asumida por el facultativo es de medios o de pura actividad, lo que significa que el médico no se obliga a obtener un resultado determinado. 2.ª El contrato que liga a las partes es el de servicios. 3.ª La responsabilidad del facultativo sólo debe ser, al menos, por culpa o negligencia, el demandante ha de probar que el facultativo ha vulnerado la lex artis ad hoc de su profesión (esto es el nivel de conocimientos científico-técnicos adecuado a las circunstancias temporales y espaciales del concreto acto médico de que se trate). 4.ª El acto médico ha de ser la causa adecuada capaz de producir el daño al paciente. 5.ª El deber de información del médico al paciente es el normal o habitual en cualquier otro caso.
Así pues, resulta fácil deducir que a partir de que los tribunales han comenzado a aplicar la doctrina contenida en la sentencia de 25 de abril de 1994 se han endurecido las condiciones para el ejercicio de las especialidades médicas que tal doctrina adscribe a la llamada medicina satisfactiva, entre las que se encuentran las siguientes: la odontología y estomatología, la oftalmología (en especial la relacionada con la cirugía refractiva y otras semejantes), la cirugía estética, la urología y la ginecología en algunas de sus vertientes, particularmente las relacionadas con técnicas de esterilización, entre otras.
A mi parecer, la aplicación de la doctrina de la “res ipsa loquitur” supone incluso dar un paso más allá en el agravamiento de las condiciones de ejercicio de la medicina, desde el punto de vista de la responsabilidad. Son bastantes las sentencias que se acogen a este razonamiento, que significa que cuando el daño o las consecuencias sufridas por el paciente sean excesivamente desproporcionadas en comparación con el tipo de intervención o acto médico realizado por el facultativo se presumirá la responsabilidad del médico aunque no sea posible probar cuál ha sido efectivamente la causa del daño o de las consecuencias no deseadas. Los ejemplos son muy variados: un niño es operado de amigdalitis y mientras permanece en la sala de reanimación fallece de manera inexplicable; un adulto es operado de cataratas y sin que se sepa porqué uno de los ojos resulta infectado lo que obliga varios días después a que le sea extirpado; a la paciente le operan de juanetes, inopinadamente se gangrena una pierna que finalmente es amputada, etc.
Esta línea jurisprudencial discrepa radicalmente del principio contenido en el artículo 1.902 del Código civil, conforme al cual, “el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”. De manera que, según este principio, para que exista deber de indemnizar es necesario que se pruebe la culpa o negligencia del facultativo, de lo contrario, por muy grave que pudiera ser el daño o las consecuencias, no habrá obligación de reparar. Conforme a la doctrina de la “res ipsa loquitur” lo que se viene a producir es la condena del supuesto agente causante del daño aunque no se haya podido probar que fue por su culpa. Precisamente se recurre a este argumento por no haberse podido probar durante el proceso la culpa de dicho agente, pues si se hubiera podido probar el principio aplicable habría sido el de la responsabilidad aquiliana previsto en el citado artículo1.902.
Este panorama no debe hacernos perder la esperanza ni menos la confianza en la justicia. Simplemente de lo que se trata es de que en cada caso el defensor de los intereses del médico o del hospital pongan de manifiesto la falacia en la respectivamente se apoya cada una de estas doctrinas:
La primera en el reduccionismo que consiste en clasificar de manera general las especialidades sanitarias sin atender a las características propias del acto médico de que se trate. La relación médico-paciente es única y específica para cada caso. El consentimiento prestado por el paciente respecto del consentimiento informado presentado por el facultativo puede diferir incluso respecto de actos o intervenciones muy parecidas. Todo depende de lo que las partes hayan acordado por medio del citado consentimiento informado.
La segunda en la vulneración del Derecho vigente ya que la jurisprudencia no es fuente del Derecho y los jueces y tribunales tienen el deber de resolver ateniéndose al sistema de fuentes establecido, con sujeción al principio de legalidad. La doctrina de la “res ipsa loquitur”, salvo en aquellos supuestos en que la norma prevea un régimen de responsabilidad objetiva (por ejemplo, el artículo 28 de la Ley 26/1984, general para la defensa de los consumidores y usuarios), contradice el principio general contenido en el artículo 1902 del Código civil, que mientras no sea modificado o sustituido por otro precepto constituye el tipo legal básico aplicable en materia de responsabilidad civil sanitaria.
Que el paciente no recupere su salud o que durante la intervención puedan sobrevenir complicaciones no significa necesariamente que sea culpa del médico o del hospital. La medicina no es una ciencia exacta, cada persona es diferente y la fatalidad también existe. A lo único a que se puede obligar al médico o al hospital es a prestar la atención al paciente que sea adecuada respecto del nivel de conocimientos científicos y técnicos que exista en el momento en que se realice el concreto acto médico de que se trate y que tanto uno como el otro desarrollen su actividad con toda la diligencia que el caso requiera.
A mi parecer, la aplicación de la doctrina de la “res ipsa loquitur” supone incluso dar un paso más allá en el agravamiento de las condiciones de ejercicio de la medicina, desde el punto de vista de la responsabilidad. Son bastantes las sentencias que se acogen a este razonamiento, que significa que cuando el daño o las consecuencias sufridas por el paciente sean excesivamente desproporcionadas en comparación con el tipo de intervención o acto médico realizado por el facultativo se presumirá la responsabilidad del médico aunque no sea posible probar cuál ha sido efectivamente la causa del daño o de las consecuencias no deseadas.
Por otra parte, la extensión del principio de que el que paga (ya sea directamente o por medio de sus impuestos) siempre tiene razón lleva a los pacientes o a sus herederos a reclamar en muchos casos de manera injustificada. Los jueces y tribunales, que no son ajenos completamente a las influencias sociales, se han visto contagiados por esta tendencia lo que les ha llevado, en ocasiones, a consagrar doctrinas que chocan frontalmente con los principios jurídicamente establecidos desde hace mucho tiempo.