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Consecuencias prácticas de la Ley del Medicamento

El pasado 27 de julio de 2006 se publicó en el BOE.la Ley 29/2006, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios, y el objetivo del presente artículo es analizar las consecuencias prácticas de la novedad legislativa que supone la Ley 29/2006 en relación con la antigua redacción y antecedentes históricos de la Ley del Medicamento.

A lo largo del análisis se hace un recorrido histórico-legislativo de la norma y las distintas consecuencias que provocó con su primera publicación y las que puedan producirse con la reciente reforma.

Esta Ley del 2006 establece las nuevas relaciones entre los distintos agentes profesionales y económicos que operan en el ámbito sanitario y, dentro de lo extenso de su articulado, y referido al ámbito de la sanidad dental, merece la pena destacar las siguientes disposiciones:

La nueva Disposición Adicional Decimotercera señala:
“La colocación o puesta en servicio de productos sanitarios a medida por un facultativo, en el ejercicio de sus atribuciones profesionales, no tendrá la consideración de dispensación, comercialización, venta, distribución, suministro o puesta en el mercado de los mismos, a los efectos de los artículos 3.1 y 101. En todo caso, el facultativo deberá separar sus honorarios de los costes de fabricación”.

Igualmente se establece:

“Disposición derogatoria única. Derogación normativa.
Quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Ley y, en particular, la Ley 25/1990, de 20 de diciembre, del Medicamento”.

Y por último, señala:

“Disposición final sexta.
La presente Ley entrará en vigor el día siguiente al de su publicación en el “Boletín Oficial del Estado”.
(Esto es, el 28 de julio de 2006.)
La importancia de estas normas, en el sector dental, tiene su origen en la amplia problemática y conse- cuencias que generó el artículo 4.º de la antigua Ley 25/1990 de 20 de diciembre, llamada Ley del Medicamento. Aquel artículo 4º, tenía una redacción idéntica al actual artículo 3.º1 en la recién aprobada Ley 29/2006, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios, es decir:
“1. Sin perjuicio de las incompatibilidades establecidas para el ejercicio de actividades públicas, el ejercicio clínico de la medicina, odontología y de la veterinaria serán incompatibles con cualquier clase de intereses económicos directos derivados de la fabricación, elaboración, distribución y comercialización de los medicamentos y productos sanitarios”.

Con esta redacción, tanto en 1990 como en el año 2006, el legislador pretendía evitar posibles abusos de aquellos facultativos que manteniendo intereses en laboratorios farmacéuticos, farmacias o laboratorios de prótesis dental, recetasen o prescribiesen medicamentos y productos sanitarios innecesarios o superfluos tratamientos para obtener, con su consumo, un beneficio indebido.

Esta norma de 1990 se publicaría en un escenario de enfrentamientos, entre un sector de odontólogos y otro de protésicos dentales, tanto por el control de los derechos económicos sobre las prótesis dentales como por la reivindicación de funciones profesionales.

A partir de ese momento comenzaría una disputa legal sobre el alcance e interpretación del citado artículo 4.º que provocaría numerosos requerimientos a los dentistas, a lo largo de toda la geografía española, para que cesasen en las prácticas comerciales —aplicadas a las prótesis dentales— seguidas hasta ese momento. Tal situación de duda y falta de criterio unívoco provocó, incluso, que por parte de diferentes organismos de la Administración se interpretase la aplicación de dicho artículo, de forma distinta y contradictoria.

Y con ese estado de inseguridad jurídica sobre el alcance del antiguo artículo 4.º de la Ley del Medicamento, hemos convivido durante más de quince años, con el consiguiente deterioro de las relaciones institucionales entre dentistas y protésicos dentales. Quince años de réplicas y contrarréplicas, de expedientes administrativos y demandas judiciales, que es posible que se reduzcan ostensiblemente a la vista de la citada reforma legislativa de este año, y en particular de su Disposición Adicional Decimotercera que excluye del alcance de las incompatibilidades del nuevo artículo 3.º1, “la dispensación, comercialización, venta, distribución, suministro o puesta en el mercado de productos sanitarios por el facultativo, en el ejercicio de sus atribuciones profesionales”.

Destaca igualmente la referencia que en dicha Disposición Adicional hace el legislador a dichas actuaciones al objeto de excluirlas de las sanciones contenidas en el artículo 101 de la nueva Ley.

Este recorrido normativo podríamos simplificarlo, “traduciéndolo” a lenguaje y términos coloquiales, señalando —desde mi punto de vista (que siempre someto a otro mejor fundado en Derecho)— que la actividad comúnmente seguida por los dentistas de “recibir” del protésico dental, el producto sanitario para un paciente, y “colocarlo” en la boca del mismo, dentro del tratamiento clínico, no va a ser objeto de sanción alguna por parte de la Administración, porque ese “modus operandi” parece ser el preferido por el legislador, y porque aplicando el artículo 3.º del Código Civil “las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”, con lo cual, entiendo, que el debate sobre la posible “reventa” de la prótesis por parte del dentista ha quedado, aparentemente, zanjado para el legislador.

Por otra parte, el legislador ha introducido expresamente, también, en esa Disposición Adicional Decimotercera, una novedad que ya estaba presente en otras “normas colaterales” relativas a consumidores y usuarios y en algunas sentencias del Tribunal Supremo. Una novedad que tiene su origen en el deseo del legislador para que “diosa de la competencia y la transparencia” tengan su presencia en el triángulo paciente-dentista-protésico, y para ello expresamente señala, en la citada Disposición Adicional Decimotercera que “en todo caso, el facultativo deberá separar sus honorarios de los costes de fabricación.”.

Es esta una antigua aspiración de otro sector de protésicos dentales (principalmente representado por la Federación Española de Asociaciones de Protésicos Dentales) que desde antaño, trabajó para obtener el reconocimiento judicial, aunque en forma de migajas, del derecho del paciente a elegir protésico dental y a conocer el importe de cuánto y a quién paga por el producto sanitario.
“Si el protésico dental es plenamente responsable de la prótesis que elabore o suministre, ningún obstáculo existe para que el usuario pueda tener una relación directa con el protésico, aunque se admitan otras fórmulas”…
“Es plenamente compatible con la relación médico-usuario el que éste pueda contratar una prótesis y tras su elaboración y colocación, pueda abonar al médico sus honorarios y al protésico los suyos”.
(Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de enero de 1997).

En la misma línea:
“Los preceptos reglamentarios impugnados no se oponen al derecho de los usuarios de las prótesis a conocer el importe de las prótesis y los honorarios del protésico, e incluso, a abonar a aquél y éstos directamente al protésico…”
“A partir de lo establecido en la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, deben protegerse los derechos económicos y de información de los usuarios, entre los cuales está directamente el saber quién y por qué le cobra, y en el principio de responsabilidad plena … la posibilidad de que el usuario pueda tener una relación directa con el protésico, pero como entonces también decíamos, son admisibles otras fórmulas…”
(Sentencia del Tribunal Supremo de 21 de diciembre de 1998.)
La reciente reforma del 2006, entiendo que aclara sobremanera el laberinto existente hasta el momento, aunque se mantienen en el horizonte usos y opiniones que no creo que se ajusten a los principios de transparencia y libre competencia. Me explico. Creo que es evidente que el paciente es soberano, y tiene derecho, no sólo a conocer cuánto y por qué paga, sino también a conocer, e incluso elegir, a los distintos profesionales que prestan sus servicios para él. En el caso de las prótesis dentales, existen dos profesionales y un paciente y, en principio, es éste el que elegirá quién diagnostique y dirija el tratamiento y quién —si así lo expresa— fabricará el producto sanitario que el dentista clínicamente determine; y si la elección de protésico no complaciese al dentista, por los motivos profesionales que arguya, siempre podrá, y deberá, esgrimir su derecho de libertad profesional para no colaborar con el protésico elegido, cesando en su tarea profesional. Esto no es nada extraño, y en otros sectores económicos de la sociedad nos encontramos a veces con la elección, por parte del cliente, de uno de los dos profesionales que trabajarán en el encargo profesional; así ocurre, por ejemplo, cuando el cliente comunica a su abogado su deseo de que sea un procurador determinado quien lleve su representación procesal, aunque no sea el procurador con el que habitualmente “trabaje” el abogado; o cuando el cliente solicita al arquitecto que sea un determinado aparejador el encargo de dicha área en una obra, aunque sea distinto al “aparejador habitual y de confianza del arquitecto”, y en todos estos casos si dentistas, abogados o arquitectos consideramos que la decisión del “cliente-paciente” puede perjudicar nuestro buen hacer, siempre podemos renunciar al citado encargo profesional.

Desde el sector de los dentistas, podrán volcarse argumentos basados en “formas de trabajo”, “técnicas”, “grados de confianza”…, sí, pero esos mismos argumentos son extrapolables a otras profesiones y, sin embargo, al final todo se simplifica en la existencia de una inicial cualificación suficiente de todos los profesionales que intervienen en el encargo, en el respeto a las decisiones de nuestro cliente sobre la elección y, finalmente, si creemos que dicha elección perjudicará nuestro trabajo, la posibilidad de negarnos frente al cliente de “trabajar” bajo esa sociedad impuesta.

Respeto a las atribuciones que las leyes han otorgado a cada profesión, entender el ordenamiento en su conjunto (leyes y jurisprudencia de nuestro Alto Tribunal), sentido común y respeto a los principios de transparencia y libre competencia son los ingredientes que, personalmente, considero necesarios para salir del largo debate histórico y del reciente laberinto legal.

Esperemos que ambos colectivos reconozcan —en privado— los puntos débiles y fuertes de su posición así como los de la profesión con la que tienen que relacionarse para lograr el máximo avance profesional y económico y sobre todo la plena satisfacción del paciente.

Es, pues, una buena ocasión para tratar de abrir nuevas vías de diálogo que los obstinados y reiterados argumentos de unos y otros se han encargado de cerrar en el pasado.

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