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Abejas de Buckfast

La caída de la aguja de Notre Dame llevó el desasosiego a cuantos asistían en directo al desmoronamiento de este símbolo de la catedral parisina –en realidad, un símbolo dentro de otro símbolo– y posteriormente a quienes contemplaron las imágenes a través del televisor. El estupor inicial dio paso a otro no menor cuando a las pocas horas se dieron a conocer donaciones millonarias de familias multimillonarias hasta alcanzar mil millones de euros en un plis plas, o sea en un santiamén (contracción procedente de [Spiritus] Sancti, amén, palabras con las que terminan algunas oraciones de la Iglesia). Vamos que en menos que canta un gallo, o en lo que tardó en caerse el que coronaba la aguja catedralicia como consecuencia del incendio, los Pinault, propietarios del grupo Kering (Gucci, Balenciaga, Yves Saint Laurent), aportaron 100 millones de euros para la reconstrucción de la seo, y no le fue a la zaga la familia Arnault, su competidora en el exclusivo mercado del lujo (Louis Vuitton, Moët & Chandon, Hennessy), que aceptó la apuesta y la dobló: 200 millones. Se sumaron después los Bettencourt (dueños de L’Oreal) con 200 millones; la compañía de lubricantes Total, con otros 100 kilos; la publicitaria JCDecaux, con 20 milloncejos…

El desastre del bello edificio datado en el siglo XII descubrió otro aspecto casi desconocido para algunos, pero totalmente ignorado por la mayoría. Alrededor de 200.000 abejas eran inquilinas de las tres colmenas instaladas en el tejado de la catedral, una curiosidad que, al parecer, se da en muchos otros edificios del centro de París, como el Grand Palais o la Ópera. El caso es que los laboriosos insectos se salvaron de la quema y podrán seguir libando las flores para elaborar miel. Son unas abejas con suerte.

Porque las hay –abejas– sin capacidad para el milagro. Es el caso que en el portugués Parque Natural de Cascais-Sintra estos himenópteros se están muriendo por centenares y no hay forma de saber el porqué de esta tragedia ecológica. Y no será porque no dispongan de flora para mantener su actividad. Pero claro, ahí entra la mano del hombre y mientras en lugares tan poco propicios como una populosa y contaminada ciudad se cuida el desarrollo y mantenimiento de colonias de abejas hay otros, mucho más idóneos, por no decir ideales, para conservar esta animosa especie animal en los que al humano le da por contaminar hasta crear un entorno incompatible con la vida de estos insectos, tan europeos ellos como los de la capital de Francia, aunque no sé si de la misma variedad; la de París es conocida como la hermano Adán o de Buckfast, que, dicen, es resistente a las enfermedades y, por lo que se ve, también al fuego. Queda por ver a qué variedad pertenecen los dentistas españoles –tan europeos como los franceses o los alemanes y mucho más que los ingleses del Brexit– y si serán capaces de sobrevivir al fuego de los nuevos tiempos que traen inexorablemente una nueva modalidad de clínica avalada por cadenas, mutuas y aseguradoras. Es la situación irremediable creada por la mano del hombre, que en esta ocasión aporta pasta no para apuntalar o reconstruir el edificio clásico de la clínica dental, sino para derribarlo y sustituirlo por otro, y para modificar el hábitat natural de la profesión. Pero lo clásico sigue teniendo cabida y más valor que nunca, con capacidad para convivir con otros estilos, como lo hacen el románico y el gótico en lo arquitectónico. Los dentistas clásicos están preparados para sobrevivir, resistentes a las epidemias, como las abejas de Notre Dame.

Autores

Director Emérito de Gaceta Dental

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