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De paso por el Gólgota

El Gólgota es el nombre arameo que recibe la colina que la tradición cristiana señala como el lugar donde se llevó a cabo la crucifixión de Jesús y que en latín era conocido como Calvario. En ambos casos el significado es el mismo: lugar de la calavera. Era –hoy los especialistas no se ponen de acuerdo sobre su localización– un pequeño montículo situado a las afueras de Jerusalén, hasta el que tuvo que llegar Jesús cargando con la cruz a la que fue cosido con clavos para que pudiera quedar fijado en perfecta verticalidad sobre la que sería su última yacija terrenal.

No sé porqué –o tal vez sí– el subconsciente me llevó a estos pensamientos mientras asistía a la inauguración de un gabinete dental solidario en la madrileña Cañada Real, uno de los guetos más marginales que puedan conocerse, el paradigma del gueto, o sea, el gueto de los guetos. El minicentro de atención dental se ha abierto ocupando una parte de la iglesia que presta sus servicios a una población que nadie se atreve a cuantificar porque no hay quien entre en el infierno a hacer un censo. Dicen que en este submundo hay no menos de 3.500 niños con una prevalencia en patología de caries que cuadruplica la media nacional. ¿Y cómo se sale de este huerco de vivos? Pues, difícilmente. Pero desde luego es absolutamente imposible sin dientes o con una dentadura socialmente excluyente, de ahí el valor añadido de este gabinete subvencionado de forma exclusiva por el COEM y atendido por dentistas voluntarios y altruistas.

En este ‘lugar de la calavera’ madrileño que es el Gólgota de la Cañada Real, donde se levanta la iglesia que sostiene el cura Agustín Rodríguez con una labor misionera diaria que no soy capaz de describir, hay clavos en forma de agujas hipodérmicas que alfombran el suelo, pero que antes de servir de funesta decoración al terreno han agujereado la piel de los dolientes que yacen enmantados en derredor del templo. No son muertos vivientes, sino vivos murientes, seres caquécticos a los que esas espinas hipodérmicas les han inyectado en vena los pasos de un vía crucis del que solo podrán liberarse al final, cuando el deliquio sea definitivo.

Verticalmente clavada en el suelo, la cruz que se domina desde los desoladores espacios marginales que la rodean es punto de referencia para cuantos buscan alivio, aun circunstancial, a sus muchos males. Porque es ahí, junto a la iglesia, donde las asistencias sociales tratan de paliar las carencias y penurias de una población que vive tan cerca del primer mundo que el suyo cae degradado hasta la cuarta división, en un descenso al averno auténtico, donde el castigo es eterno, a no ser que alguien le ponga remedio. Es ahí donde se reparten bolsas de alimentos, donde se distribuye la metadona, donde se trata la salud dental de los infortunados churumbeles y donde el padre Agustín, joven, intenta alimentar una llama de esperanza a tanto desesperanzado.

Y en ese báratro habitado por cuerpos con alma pero sin espíritu es donde, también, seres anónimos con nombre (Silvana, Mercedes…) dedican parte de su tiempo y sus conocimientos profesionales a aliviar tanta desdicha y adversidad como se concentra en ese Gólgota del siglo XXI al que suben cada día los reos sentenciados a perpetuidad por una sociedad excluyente y cada vez más injusta por su creciente desigualdad. Esos ángeles en el infierno –que no del infierno– son su única esperanza.

Casi se me olvida que este número de GACETA DENTAL, como es habitual cada mes de julio, es un especial cuya base argumental gira en torno al mundo de los implantes. ¡Hasta septiembre!

Autores

Director Emérito de Gaceta Dental

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